Francia — 5 de junio de 1940
Los llamaron a primera hora. Sin explicaciones. Sin cortesía.
Un vehículo gris, sin marcas, los llevó al cuartel de campaña del SS-Hauptsturmführer Wilcke, enlace político del Reich con las unidades del norte de Francia. El lugar olía a papel recién mecanografiado, a café rancio y a miedo.
Falk entró solo. La orden había sido clara: "Solo el comandante del vehículo. El resto, espera afuera."
Wilcke no se levantó. Revisaba papeles con un cigarrillo sin encender entre los labios.
—SS-Oberscharführer Falk Ritter. Unidad Panzer IV. Leibstandarte Adolf Hitler. ¿Correcto?
—Correcto.
—¿Tuvo usted ayer un encuentro con el destacamento de seguridad del SS-Sturmbannführer Rehmann?
—Sí.
—¿Desobedeció órdenes de inmovilidad para acudir a una zona fuera de su perímetro?
—Sí.
Wilcke dejó caer los papeles. Lo miró por primera vez. Sus ojos eran de cristal: sin vida, sin duda.
—Usted es un soldado de combate. No un juez. No un filósofo. Ni un pacificador.
—Yo soy un soldado. Y por eso sé cuándo algo no es guerra —respondió Falk, sin alzar la voz.
Wilcke ladeó la cabeza. Sonrió, como quien juega con un insecto antes de aplastarlo.
—Aquí todos tenemos una función, Ritter. Los que piensan que pueden decidir qué es "correcto" y qué no... suelen terminar sin función.
—Mis hombres me siguen porque saben que no los vendo por una orden mal escrita.
—Tus hombres te siguen porque se les ha dicho que deben hacerlo.
Silencio.
—No serás degradado —añadió Wilcke tras una pausa—. Aún sois útiles. Pero a partir de ahora, cualquier intervención fuera de protocolo… se considerará sabotaje.
Falk no respondió. Hizo el saludo reglamentario. Dio media vuelta.
—Oberscharführer —dijo Wilcke, antes de que saliera—. Esta guerra no se ganará solo con acero. Se ganará con obediencia.
Falk no contestó. Cerró la puerta.
Afuera, Konrad, Lukas y Ernst lo esperaban. Ninguno preguntó. Ninguno sonrió.
No hacía falta.
Sabían que ahora no solo tenían enemigos al frente.