Ucrania — Julio de 1941
El cielo había cambiado. Las nubes bajas no traían tormenta, pero quitaban color al paisaje. Todo parecía cubierto por una película gris: los campos, los caminos, incluso los soldados.
El Panzer IV se detuvo en un cruce de caminos al borde de una estación abandonada. El convoy alemán aprovechaba una pausa impuesta por el alto mando. Rumores hablaban de escaramuzas más adelante. Falk bajó sin decir palabra. Sus hombres lo siguieron con rutina bien aprendida.
—Silencio en radio. El puesto de mando está reordenando sectores —dijo Helmut, quitándose los auriculares.
—Entonces esperamos —respondió Falk.
No hacía falta más.
El primer camión apareció tras una curva suave, levantando una fina capa de polvo. Le siguieron otros tres, todos con soldados sentados en la parte trasera, armados, alertas. Algunos llevaban cascos, otros boinas azules con el yugo y las flechas.
—Son españoles —dijo Ernst, entornando los ojos—. Míralos bien.
—Falangistas —añadió Konrad.
Los vehículos frenaron despacio. De uno de ellos bajaron tres soldados. Uno de ellos, moreno, curtido, con la barba recién recortada, se acercó a paso firme.
—¡Camaradas! ¿Leibstandarte?
Falk asintió.
—Sí.
—Voluntarios españoles. Primera Brigada Azul. Zona de Uman también.
—¿Qué buscáis?
—Punto de reunión. Nuestro oficial está adelantado. Nos quedamos atrás por avería en un camión.
Falk asintió y señaló hacia el este.
—Sin actividad confirmada hasta cinco kilómetros. Después… hay ruido.
—Entonces vamos bien.
Otro español bajó del camión. Más joven. Sonrisa natural. Miró el Panzer IV como si mirara un monumento. Tocó con cuidado una de las planchas laterales y murmuró:
—Madre mía… qué bestia.
Lukas, agachado junto a una rueda, lo oyó. Se incorporó con las manos sucias y el ceño relajado.
—¿Gusta el tanque?
El español abrió los ojos.
—¿Hablas español?
—Un poco. Lo aprendí en… Gibraltar.
El español lo miró con sorpresa. Luego sonrió.
—¿Estuviste allí?
—Sí. Con mi unidad. Buen lugar… buena comida —dijo Lukas, con torpe pero genuino acento.
—También buen vino —añadió el español, riendo—. Y buena gente, si sabes mirar.
—Sí. Me gustó —admitió Lukas—. Por eso aprendí un poco.
Falk los observaba a unos pasos. No dijo nada, pero se detuvo a mirar cómo ambos se daban la mano, brevemente. Humanos. Guerreros. Extranjeros… y no tanto.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó Lukas.
—Serrano —dijo el joven—. José Antonio.
Konrad torció una media sonrisa desde el costado del tanque.
—Vaya nombre.
Serrano alzó el mentón.
—Aquí todos sabemos por qué estamos. No por Alemania. Por la Falange. Contra el comunismo. Esa guerra… también es nuestra.
Falk lo miró a los ojos. No era arrogancia. Era certeza.
—Pues que os mantenga esa certeza —dijo.
—Y a vosotros vuestro acero.
Los camiones españoles retomaron la marcha. Mientras desaparecían por el camino polvoriento, Lukas se subió al Panzer en silencio. Antes de cerrar la escotilla, murmuró:
—No son tan distintos.
Falk lo oyó, pero no respondió.
A veces, la guerra tenía forma de encuentro.De un cruce.De una conversación entre soldados.Y de una promesa implícita:
Nos veremos más adelante. Si seguimos vivos.