Ucrania central — Afueras de Bila Tserkva, julio de 1941
El Panzer IV descansaba bajo un árbol.
Era una escena extraña: el motor aún caliente, cubierto por lonas, rodeado por sacos y bidones. Parecía menos una máquina de guerra que un animal herido al que se deja recuperar. A su alrededor, la tripulación había improvisado una mesa con cajas de munición vacías.
Falk no hablaba. Miraba el cielo entre las ramas. Konrad limpiaba el cañón con movimientos lentos. Ernst afilaba el cuchillo por costumbre. Lukas dormía con la gorra tapándole los ojos. Helmut escuchaba la radio. Solo estática.
La orden era clara: detenerse, reagruparse, esperar nuevas instrucciones.
Nadie protestó. Todos sabían que las pausas eran raras. Y preciosas.
Los primeros en aparecer fueron los niños.
Descalzos, silenciosos, salieron desde detrás de una valla rota. No corrían. No reían. Solo miraban. Uno de ellos señaló el Panzer. El otro susurró algo en ucraniano.
Falk los observó sin moverse.
Luego llegaron los adultos. Tres mujeres mayores, un hombre joven con barba de días. No traían armas, ni carteles. Solo una cesta con pan. Pan de centeno, duro, partido a mano.
—¿Qué quieren? —murmuró Ernst.
—No lo sé —respondió Konrad.
El hombre levantó la cesta y la ofreció. Falk se acercó despacio. Tomó un trozo, lo partió, lo olió. Luego asintió.
La mujer mayor hizo una reverencia leve. Después habló. No en alemán. Pero una palabra fue clara:
—“Bolshevik” —dijo, mientras escupía al suelo.
Konrad arqueó una ceja.
—Creo que nos acaban de dar la bienvenida.
Durante la siguiente hora, compartieron sombra y pan.
Los soldados comieron con las manos, sin cubiertos ni protocolo. Los campesinos no decían mucho, pero tampoco se marchaban. Una de las mujeres tocó el blindaje del Panzer y murmuró algo. El niño más pequeño se atrevió a subir a la oruga.
—Está sonriendo —dijo Lukas, medio sorprendido.
—¿Hacía cuánto no veías sonrisas así? —preguntó Helmut.
—Desde Polonia, antes de la frontera.
Falk escuchaba todo, pero no participaba. Solo observaba.
Antes de marcharse, el campesino habló otra vez. Esta vez, más claro.
—“No Stalin. No NKVD. No hambre.”
Falk asintió lentamente.
Y por primera vez desde el inicio de la campaña, sintió algo que no estaba hecho de acero, órdenes o disciplina.
Reconocimiento.
No por la cruz de hierro.No por el uniforme.Sino por haber llegado… y no haber destruido.
Esa noche, bajo el cielo ucraniano, no hubo disparos.Solo un poco de pan.Un poco de sombra.Y una pausa que, aunque breve, parecía eterna.