Kiev — Amanecer, agosto de 1941
No hubo resistencia.No al principio.
El Panzer IV avanzaba con lentitud por una avenida amplia, flanqueada por edificios bajos, muchos en ruinas. Vidrios rotos. Papeles esparcidos. Una bicicleta abandonada junto a una verja abierta. Nada se movía. Ni siquiera el aire.
—Demasiado tranquilo —murmuró Helmut.
—Como si todos respiraran al mismo tiempo… para no delatarnos —añadió Ernst.
Konrad no decía nada. Observaba. Medía.
Falk miraba cada esquina como si esperara que algo surgiera de las sombras. No era paranoia. Era instinto.
Tras avanzar cinco manzanas, sin señales, dieron alto.
—Revisar —ordenó Falk—. Tomad algo. Seguiremos en veinte minutos.
Apagaron el motor. El silencio se volvió más profundo. Una ciudad dormida… o esperando despertar a los gritos.
Ernst abrió su mochila y sacó las raciones.
—Pan negro como el humo —dijo, partiéndolo.
—¿Qué es esto? ¿Carne o cartón prensado? —preguntó Lukas, haciendo fuerza con el abrelatas.
—Comida de hierro —bromeó Helmut—. Se llama así porque hay que tener el estómago forrado en acero.
Konrad mascaba despacio, sin expresión.
—Lo peor es que antes sabían peor aún —añadió—. Esto… es un lujo.
Falk se sentó en la oruga del Panzer. Tomó un trozo de pan y algo de embutido enlatado. No comía con gusto. Comía porque debía.
—¿Sabéis qué es lo más raro? —dijo de pronto.
—¿Qué?
—Que no hay olor. Ni pólvora, ni sangre, ni humanidad. Solo… vacío.
En el fondo de la avenida, un ruido seco. Un metal movido.Una sombra que desaparece entre portales.
—Algo se ha movido —advirtió Helmut.
Falk se puso de pie.
—Comida fuera. Cañón al frente. Nadie se relaje.
El Panzer volvió a rugir.
Y con él, la ciudad también pareció empezar a respirar.
Kiev no gritaba aún.Pero el eco… ya estaba allí.