Kiev — 1 de octubre de 1941
La ciudad no cayó de golpe. Se quebró como un muro astillado por dentro. A cada cuadra liberada, otra ardía. A cada edificio asegurado, otro estallaba en un último acto de rabia.
Falk, Helmut y Ernst caminaban entre escombros con los rostros tiznados, el uniforme camuflado de carrista cubierto de sangre seca, polvo y hollín. No eran infantería, pero por unas horas lo serían. Su Panzer ya no existía. Sus hermanos, Konrad y Lukas, estaban fuera de combate. Solo quedaban ellos. Y una misión.
—Tres puntos —repitió Falk—. Parlamento, estación de radio, Ayuntamiento. Albrecht quiere banderas visibles. Propaganda y presencia.
—¿Y escolta? —preguntó Helmut, al tanto de que sus armas personales y unas pocas granadas no hacían milagros.
—No hay escolta. Solo nosotros.
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El primer edificio fue fácil. La antigua sede parlamentaria ya estaba asegurada por una compañía de la Wehrmacht. Falk habló con el oficial al mando, mostró las órdenes, y treparon a la azotea. Ernst desenrolló la bandera ucraniana, la ató a una antena rota y Helmut sacó una foto con una cámara prestada.
—Una imagen vale más que una división —dijo Helmut con sarcasmo.
—Si se toma antes de que te disparen —gruñó Ernst.
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El segundo punto, la emisora de radio, fue diferente. Al llegar, la encontraron vacía… y en silencio. Demasiado silencio.
—Cubridme —ordenó Falk, entrando primero con la pistola desenfundada.
El interior era un caos. Equipos rotos, sangre en el suelo. No había cadáveres. Pero sí una sorpresa: un francotirador soviético aún en posición en el campanario de una iglesia cercana.
El disparo falló por centímetros.
—¡A cubierto!
Rodaron por el suelo mientras las balas picaban en las paredes. Falk se arrastró hasta una ventana, localizó el fogonazo y respondió con dos disparos rápidos. Ernst lanzó una granada de fragmentación que, aunque no alcanzó al francotirador, lo obligó a huir.
Minutos después, Helmut subía al tejado y clavaba la segunda bandera, aún jadeando.
—Esto... no lo entrenaron en la escuela de radio —dijo, secándose el sudor.
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El último punto, el Ayuntamiento, ya ardía. No por bombardeo, sino por sabotaje. Falk vio salir a civiles y milicianos soviéticos envueltos en llamas. Uno de ellos, medio ciego por el humo, les disparó con una pistola antes de desplomarse.
—Mierda… —susurró Ernst, mientras trataban de entrar al edificio por una escalera lateral.
Encontraron una zona aún estable: la torre del reloj. Subieron a toda prisa. Allí, con el cielo encapotado sobre ellos, alzaron la última bandera ucraniana.
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Desde lo alto, la vista era desoladora: una ciudad herida, aún peligrosa, pero en manos del Eje.
—¿Y ahora? —preguntó Helmut.
—Ahora nos retiramos —respondió Falk, mientras escuchaba explosiones lejanas—. A esperar que el Alto Mando decida si esto fue victoria… o solo una foto bonita para los periódicos.
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Esa noche, los tres durmieron en una cripta habilitada como refugio, con la radio captando estática y las paredes aún temblando de fondo. Ninguno hablaba. Pero en sus sueños, las banderas seguían ondeando… no como símbolo de gloria, sino como preguntas sin respuesta clavadas en los techos de Kiev.