Capítulo 34: Frentes que no cierran

Madrid — 19 de noviembre de 1941

El sol apenas se colaba por las ventanas del Palacio de El Pardo. Francisco Franco tenía la mirada fija en el gran mapa mural de Europa, donde las últimas posiciones del Eje se señalaban con alfileres de cabeza negra.

Kiev había caído. Tobruk también. El canal de Suez ya estaba en manos del Eje. Pero Moscú… seguía resistiendo.

Frente a él, varios generales del Estado Mayor esperaban en silencio. Muñoz Grandes no estaba; seguía con la División Azul en el frente oriental, combatiendo junto a los alemanes. Fue el general Asensio quien habló:

—El Reich ha detenido su avance hacia Moscú, Excelencia. Las fuerzas se han desviado hacia el sur, hacia el Cáucaso. Los partes citan el invierno, la resistencia soviética…

Franco lo interrumpió con gesto serio:

—El invierno siempre llega. No es sorpresa. Lo que me preocupa no es el clima… es la estrategia.

Guardó silencio unos segundos, y luego añadió:

—Nuestros hombres, bajo Yagüe, combaten en Egipto. Luchan en las arenas del Sinaí por una victoria que, quizás, no sea nuestra. Y en el Este, los alemanes titubean a las puertas de la capital soviética.

Se giró y señaló Moscú con la punta de su bastón.

—Felicitad a Berlín por sus avances. Pero pedid claridad. España no es un peón. Quiero saber si estamos participando en la construcción de un nuevo orden… o arrastrándonos tras un imperio que no sabe cerrar sus frentes.

Roma — 20 de noviembre de 1941

Benito Mussolini caminaba con impaciencia por el salón del Palazzo Venezia. Sobre la mesa, telegramas del África Oriental, informes de prensa y notas del Alto Mando alemán.

—Los españoles están ganando titulares en Egipto. Los alemanes levantan banderas en Ucrania. ¿Y nosotros? ¿Dónde está Italia?

Un coronel trató de responder:

—Duce, nuestras tropas sostienen el frente en Cirenaica. Las unidades de apoyo en el Sinaí se han distinguido…

—¿Y eso lo recordarán los libros de historia? —rugió Mussolini—. ¿O seremos la nota a pie de página del III Reich?

Se acercó al mapa del Mediterráneo. Lo miró con una mezcla de furia y nostalgia.

—Quiero una operación. Algo con nombre propio. Malta, Alejandría, lo que sea. Pero que se nos vea. Que se nos tema. ¡El Imperio no puede limitarse a acompañar!

Tokio — 21 de noviembre de 1941

En la penumbra del alto mando imperial, las conversaciones eran tan medidas como peligrosas. El avance del Eje por Ucrania, Siria e Irak preocupaba a muchos. Y el fracaso momentáneo ante Moscú dejaba un vacío.

—Alemania se expande hacia el sur. Si atraviesan Persia, estarán en nuestra frontera terrestre —dijo un general.

—Y si dominan Egipto, tendrán el Mediterráneo —añadió otro.

El almirante Yamamoto escuchó sin hablar. Finalmente, intervino:

—Pearl Harbor sigue sobre la mesa. Pero no hemos sido atacados. El pueblo aún no está listo para una guerra abierta contra los Estados Unidos.

—¿Y si esperamos demasiado?

—Entonces puede que sea demasiado tarde.

Nadie respondió. El silencio fue más claro que cualquier orden.

Moscú — 22 de noviembre de 1941

La noche había caído sobre el Kremlin, pero Stalin seguía en su escritorio. Frente a él, tres mapas: el eje norte, la línea de Moscú, y el Cáucaso.

—¿Qué dicen los últimos informes? —preguntó sin apartar la vista.

—El enemigo ha detenido el avance directo. Se reagrupan. Parte de sus fuerzas giran al sur. El invierno ha llegado antes. El frente de Kiev está en manos del Eje.

—¿Y Turquía?

—Observa. Pero Siria y el norte de Irak están bajo amenaza.

Stalin asintió lentamente. Luego, con voz baja pero firme:

—Fortificad Moscú. Reforzad los Urales. Y que nuestros agentes observen cada palabra que salga de Ankara.

—¿Y si Moscú cae?

Stalin alzó la cabeza.

—Entonces no será una guerra de trincheras. Será una guerra de ideas. Y en esa, solo quedará uno en pie.