Capítulo 35: Acero bajo reparación

Francia — 27 de noviembre de 1941

La bruma se enredaba entre los edificios bajos del cuartel temporal a las afueras de Angers, donde los restos reorganizados de la Leibstandarte SS Adolf Hitler volvían a respirar después de Kiev. Respirar… pero no olvidar.

Los hangares estaban llenos de blindados destripados, orugas de repuesto, bidones y mecánicos con mirada vacía. Las bajas de la campaña oriental aún pesaban como una capa invisible sobre cada conversación, cada paso, cada disparo de prueba.

Falk Ritter caminaba en silencio por la línea de tanques recién entregados. Su uniforme olía a aceite y a ceniza vieja. A sus espaldas, Helmut repasaba frecuencias en su cuaderno de señales. Ernst reorganizaba munición en cajas marcadas con el nuevo emblema de su unidad. Konrad, aún con vendas bajo el cuello, probaba una mira con una concentración que no admitía interrupciones. Y Lukas, agachado junto al tren de rodaje, murmuraba cosas al motor como si lo estuviera adiestrando.

Frente a ellos, en el centro del hangar, esperaba su nueva bestia.

Un Panzer IV Ausf. G. Cañón largo de 75 mm. Blindaje frontal reforzado. La torre parecía más afilada, más enfadada. El chasis, como una columna vertebral lista para avanzar de nuevo sin mirar atrás.

Konrad fue el primero en acercarse.

—Si esta óptica aguanta el desierto… prometo no quejarme hasta 1943 —dijo, sin levantar la vista.

Ernst golpeó suavemente el portón de la munición:

—Caben más proyectiles. Y se cargan mejor. Esto no es una máquina, es una venganza.

Helmut probó la radio:

—Más alcance, menos interferencia. Si funciona, esta vez sabremos a quién estamos matando.

Lukas, manchado de grasa, miró a Falk con una media sonrisa.

—No lo conduzco hasta que no sepa su nombre.

Falk no respondió. Solo apoyó la palma sobre el cañón frío. No era el mismo tanque. Y ellos ya no eran los mismos soldados.

**

Tras el entrenamiento, Falk fue citado en uno de los barracones administrativos. Lo esperaba Albrecht, de pie, sin abrigo, con un mapa parcialmente cubierto sobre la mesa.

—¿Cómo está tu tripulación?

—Volviendo a respirar.

—No será por mucho tiempo.

Falk no preguntó. Solo esperó.

Albrecht levantó el borde del mapa. Era África. El norte. El Nilo. Palestina. Siria.

—Van a enviarnos al sur.

Falk asintió despacio.

—¿Todo el batallón?

—No. Solo unidades escogidas. La Leibstandarte debe seguir en movimiento. En cabeza. Y esta vez, será contra los británicos… bajo el sol.

Falk bajó la vista. Una guerra distinta. Otro frente. El mismo Reich.

—¿Se lo digo a los hombres?

Albrecht negó con la cabeza.

—Aún no. Que piensen que esto es solo entrenamiento. Que aprovechen cada día. Pero tú… empieza a preparar al tanque para arena, calor y polvo.

Falk tragó saliva. Luego se cuadró.

—Lo haremos.

—No lo dudo.

**

Esa noche, los cinco se sentaron juntos. Compartieron pan duro, sopa rala y un silencio cómodo.

—Dicen que vuelven al Este en primavera —comentó Helmut.

—Mejor que ir a Italia —bromeó Konrad—. Allí solo hay vino aguado y jefes que gritan más que disparan.

—Nos quedamos en Francia. A este paso, veremos la guerra desde las noticias —murmuró Ernst.

Falk sonrió por fuera. Por dentro, ya oía los motores de los barcos.Y el acero, como siempre, se preparaba para matar en otra dirección.