San Roque, Cádiz — 9 de diciembre de 1941
El sol caía como plomo sobre los tejados blancos del sur. A las afueras del pueblo, en una explanada junto al camino que bajaba hacia el puerto de Algeciras, la columna de la Leibstandarte había detenido la marcha.
Los tanques habían sido descargados de los trenes esa madrugada. Ahora rugían sobre el polvo seco, girando lentamente para alinearse junto a los camiones. Entre ellos destacaba uno en particular: el nuevo Panzer IV Ausf. G. Su cañón largo, afilado como una promesa de muerte, apuntaba sin intención, pero no sin efecto.
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Los vecinos de la zona se habían acercado a mirar. No por obligación, sino por pura curiosidad andaluza. Niños descalzos, jornaleros con las manos curtidas, mujeres con pañuelos oscuros. Algunos saludaban tímidamente. Otros solo observaban.
—Parece un bicho del demonio —murmuró un anciano, apartándose el sombrero—. Como si pudiera escupir relámpagos.
—Ese cañón no es como los otros… —dijo un chico, sin apartar la vista—. Es más largo. Más serio.
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Lukas bajó de la torre del Panzer con gesto orgulloso. Le gustaba que lo mirasen así. Como si él fuera parte del propio blindado.
—No muerde —dijo en un español improvisado—. Solo cuando se le habla mal.
Los niños rieron, y una mujer le lanzó una sonrisa cansada. Pero los adultos seguían mirando el tanque, no a los soldados.
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Falk notó algo distinto en Lukas. Una energía contenida, una inquietud distinta a la tensión del combate. Y cuando lo vio alejarse unos metros del grupo, la entendió.
En el extremo del camino, bajo un olivo, una mujer de pelo oscuro lo esperaba. Vestía sencillo, pero con una firmeza que no pasaba desapercibida. Se llamaba María, y no era la primera vez que se encontraban.
Lukas se acercó, disimulando mal la emoción. No se abrazaron. No se besaron. Pero sus manos se rozaron con más verdad que mil palabras.
—¿Cuándo te vas? —preguntó ella, en voz baja.
—Mañana al amanecer.
—¿Volverás?
—No lo sé.
María asintió. Luego le entregó una pequeña medalla, envuelta en tela.
—Para que no olvides el camino de vuelta.
Lukas no respondió. Solo la apretó en el puño… y la guardó en el bolsillo interior del uniforme.
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Esa tarde, mientras los blindados se alineaban y los motores se preparaban para el embarque, Falk y el resto de la tripulación se mantenían en silencio. A cierta distancia, Lukas aún miraba hacia la colina, donde ya no quedaba nadie. Pero la silueta de María… le ardía en la memoria.
—Así que te hiciste un recuerdo —comentó Konrad sin girarse.
—No todos los fuegos matan —respondió Lukas, encendiendo el motor.
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Al caer la noche, el Panzer IV rugió hacia el puerto. Las luces de Ceuta parpadeaban al otro lado del mar. La gente del pueblo no aplaudía. Solo observaba. Y eso bastaba.
Desde lo alto de su tanque, Falk miró una vez más los pueblos blancos, los campos, y el rostro de sus hombres.
—Al menos —dijo—, alguien recordará cómo se veía el acero… antes de hundirse en la arena.
Y con el último giro del motor, partieron hacia el siguiente infierno.