A bordo del transporte — Estrecho de Gibraltar, 10 de diciembre de 1941
El buque avanzaba con lentitud sobre un mar inquieto, dejando atrás la costa de Europa. A estribor, las luces de Ceuta ya eran visibles, como luceros pálidos anunciando otra guerra. En la cubierta inferior, entre tambores de gasolina y cajas de munición, el grupo de Falk viajaba en silencio.
Lukas Engel se sentó sobre una lona enrollada, casco a los pies, el uniforme desabrochado hasta el pecho. Entre las manos sostenía una carta doblada, con el nombre "Lukas Engel" escrito en una caligrafía redonda, firme. La tinta se había corrido un poco con la humedad del mar.
—¿María? —preguntó Helmut, acomodándose a su lado.
Lukas asintió sin levantar la vista.
—Sí. Me la dieron justo antes de embarcar. Pero está en español… y no entiendo gran cosa.
Falk, Konrad y Ernst se acercaron. Ninguno dijo nada al principio. Solo se sentaron a su alrededor, como en los descansos antes de un asalto. Como si esa carta también fuera un mapa.
—A ver —dijo Helmut—. Yo pillo lo básico. Vamos a intentarlo.
Desplegó la hoja con cuidado, como si temiera romperla. Leyó en voz baja, con acento torpe pero intención clara:
“Mi querido Lukas, no sé si esta carta llegará antes de que partas, pero quiero que sepas que pienso en ti. Cada noche miro al cielo y me pregunto si tú también ves las mismas estrellas…”
—Eso lo entiendo —dijo Lukas, sonriendo por primera vez en días.
Helmut siguió con dificultad, pausando donde no entendía. Konrad le ayudó con algunas frases, sorprendentemente hábil con los idiomas. Entre todos reconstruyeron el mensaje, frase por frase:
“…cuando toques tierra, lleva el medallón contigo. Es mi corazón colgado en tu pecho. No lo olvides. No me olvides. Tu María.”
El grupo quedó en silencio.
Lukas bajó la mirada. Del bolsillo interior de su uniforme sacó un pequeño objeto envuelto en tela: el medallón. De plata desgastada. Con una cruz grabada en el centro. Lo sostuvo unos segundos en la palma, como si confirmara que aún pesaba igual que en San Roque. Luego, sin decir nada, lo colocó sobre su pecho y se abrochó el uniforme.
—¿Qué dice? —preguntó Ernst con voz baja.
—Que no estoy solo —respondió Lukas.
Falk lo miró un momento, luego se levantó.
—Vamos. Ya estamos cerca.
**
Desembarco en África — costa del norte, 11 de diciembre de 1941
El calor era inmediato. Asfixiante. El aire parecía más denso, más crudo. El sol no iluminaba: golpeaba. En la costa, oficiales del Afrika Korps y soldados españoles esperaban el desembarco con gafas oscuras y expresiones duras.
Los tanques descendían por las rampas uno a uno. El Panzer IV de Falk tocó tierra con un estruendo seco. La arena se alzó alrededor de las orugas. Un soldado español hizo el saludo falangista. Un alemán del Afrika Korps anotó el número de serie. La guerra, una vez más, estaba perfectamente organizada.
Lukas, desde la escotilla, miró el paisaje como si buscara algo. Entre los médanos, entre las tiendas… no había nada que se pareciera a María. Solo sol. Solo polvo.
Pero sobre su pecho, bajo el uniforme, la cruz del medallón aún colgaba. Firme. Presente. Viva.
**
Falk observó el horizonte. El desierto. Las líneas de suministros. El cielo sin nubes.La tierra era distinta. La guerra, la misma.Pero algo en sus hombres —en Lukas, en todos— había cambiado.
Y al girar la cabeza, murmuró para sí:
—Que nos vean llegar. Que recuerden quién cruzó el mar.