Capítulo 39: Arena que observa

Desierto occidental egipcio — 13 de diciembre de 1941

El sol no subía: caía, como un peso abrasador sobre la columna. El Panzer IV de Falk rodaba lento, tragando polvo tras los camiones de suministro. No era barro como en Kiev, pero la arena se colaba en cada bisagra, en cada rendija del blindado. Traicionera. Seca. Viva.

—Aquí no te entierras. Aquí te cocinas —murmuró Ernst, pasando un trapo por la munición como si ya estuviera sucia antes de usarse.

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En el puesto avanzado, los saludaron tropas mixtas: italianos bronceados, españoles curtidos, alemanes agotados. Compartían sombra, silencio y cigarrillos de sabor rancio.

—El enemigo no se ve —dijo un legionario español—. Pero está. A veces oyes el motor en la noche. O una estela en la arena donde antes no había nada.

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Al caer la tarde, cuando el sol teñía el cielo de cobre, Helmut alzó la voz desde la radio:

—Movimiento. Al oeste, rápido. Blindado ligero.

Falk no preguntó. Subió a la escotilla y alzó los prismáticos. A lo lejos, entre ondulaciones del terreno, apareció una silueta: pequeña, ágil, con antena larga y torreta girando. Británico.

—Reconocimiento —dijo Konrad, ya en posición—. Probablemente un Daimler o Humber.

—¿Disparamos? —preguntó Ernst.

Falk dudó. Era el primer contacto. Pero la guerra no saluda: reacciona.

—Fuego.

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El primer proyectil cruzó el aire como una exhalación. El blindado enemigo intentó girar, pero el segundo disparo impactó en la parte trasera. Una explosión contenida. Llamas cortas. Luego humo.

No hubo tiempo para celebración. Solo radio.

—Unidad enemiga destruida. Zona despejada.

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Lukas frenó el tanque con precisión. El polvo lo envolvía todo.

—¿Así empieza África?

—No —dijo Falk—. Así nos dice que ya estamos aquí.

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Esa noche, mientras los soldados intentaban dormir sobre la arena dura, el medallón de María colgaba sobre el panel del Panzer, oscilando levemente con cada ráfaga de viento.

Y en el silencio del desierto, el eco del primer disparo aún parecía resonar entre las dunas.