Desierto de El Alamein — 18 de diciembre de 1941
El amanecer llegó sin aviso. No hubo canto de aves, ni bruma matinal. Solo un cielo que se volvió blanco demasiado pronto, y un silencio pesado, casi premonitorio.
La columna de avance, compuesta por blindados de la Leibstandarte y unidades motorizadas italianas, se deslizaba entre las dunas rumbo a una posición de observación. No esperaban combate. No ese día.
—¿Seguro que no deberíamos estar en Moscú? —preguntó Helmut, sin apartar la vista de la radio.
—O congelados cerca del Volga, sí —dijo Ernst, bebiendo agua caliente.
—En vez de esto… sol, arena, y británicos que se esconden mejor que las ratas —añadió Konrad.
Falk no respondió. Observaba el horizonte desde la escotilla. Algo no encajaba.
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Cuando llegaron a una depresión natural entre dos líneas de dunas, los primeros jeeps italianos avanzaron sin novedad. Pero entonces, en medio de la aparente calma, el infierno se abrió.
—¡Fuego desde las crestas! —gritó Helmut.
Dos cañones antitanque británicos ocultos tras matorrales secos abrieron fuego desde ambos flancos. Un semioruga estalló. Una moto con sidecar se volcó por la explosión.
—¡Trampa! ¡Cortaron la salida! —gritó un suboficial italiano por radio.
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Mientras los demás vehículos intentaban retroceder, Falk no giró. Aceleró.
—¿Qué haces? —exclamó Lukas.
—Si retrocedes, eres blanco fácil. Si atacas… puedes romper el cepo.
El Panzer IV embistió hacia el centro de la trampa. Falk giró bruscamente hacia el primer nido de cañones. Konrad disparó sin necesidad de orden. Un fogonazo. Impacto directo. Gritos al otro lado.
En el flanco derecho, una ráfaga de ametralladora trazó líneas en la arena. Ernst cargó sin vacilar. Helmut marcaba posiciones.
—Segundo cañón, a doscientos metros. ¡Oculto en el corte de duna!
Falk viró, usó la pendiente como cobertura, y volvió a flanquear. Segundo disparo. El blindado británico se partió como un insecto bajo el tacón.
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En cinco minutos, la emboscada estaba deshecha. Los restos de los defensores se batían en retirada por una vaguada. Nadie los persiguió. Falk no lo consideró necesario.
—Si vuelven, que lo piensen dos veces —murmuró.
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En el silencio posterior, mientras el polvo aún flotaba, los tripulantes bajaron a revisar el terreno. Un casco inglés rodaba junto a un fusil chamuscado. Había sangre. Pero también respeto.
—¿Te lo parece o estos sabían muy bien lo que hacían? —preguntó Konrad.
—No eran novatos —dijo Falk—. Pero confiaban en que no sabríamos reaccionar. Se equivocaron.
Lukas se agachó, recogió una insignia británica del suelo. La miró un segundo. Luego la guardó en silencio.
—Y aún así, seguimos aquí, en África —dijo Ernst.
—Porque alguien en Berlín decidió que Moscú podía esperar —concluyó Helmut.
Falk no contestó. Solo volvió al tanque. Y en la escotilla, mientras observaba el horizonte, supo que la batalla no había terminado. Solo había comenzado.