Egipto — 26 de diciembre de 1941, al amanecer
El permiso había terminado.No con una orden urgente, ni con sirenas. Solo con el paso del sol, el peso del calendario y el murmullo de un oficial de intendencia que, sin mirar a los ojos, murmuró:
—Hora de volver.
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Falk fue el primero en levantarse. No dijo nada. Se colocó el cinturón, ajustó la funda del arma, y recogió su petate. El Panzer esperaba en el extremo del campamento, cubierto de polvo como si nunca se hubiera movido.
Lukas dobló con cuidado la carta de María y la guardó en el interior del uniforme. Luego se acercó al tanque, apoyó una mano sobre el blindaje, y la dejó allí unos segundos. Como si lo saludara. Como si le pidiera que aguantara otra vez.
Konrad comprobó los periscopios. Ernst, la munición. Helmut, las frecuencias. Nadie hablaba. Pero todos sabían qué estaba haciendo el otro.
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Un soldado del Afrika Korps, que compartía tienda con ellos, les estrechó la mano al pasar.
—Suerte —dijo.
—Siempre hace falta —respondió Falk.
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Mientras el sol salía por el este, el Panzer IV rugió con vida nueva. Atravesaron el oasis seco, giraron hacia el sur y tomaron la ruta de regreso al frente. Las dunas ya no parecían tranquilas. Las sombras eran más cortas. El aire más denso.
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Dentro del blindado, solo una voz sonó:
—¿Volvemos al mismo lugar? —preguntó Ernst.
Falk no respondió de inmediato. Miraba por la escotilla, donde el horizonte comenzaba a llenarse de humo lejano.
—No.—Volvemos al único lugar que existe para nosotros.
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Y siguieron.Entre dunas.Entre huellas.Entre memorias que aún no habían terminado.