Capítulo 57: Acero entre las ruinas secas

El Imayid — 6 de enero de 1942, mediodía

El suelo temblaba bajo las orugas.El sol, alto y sin clemencia, convertía cada reflejo metálico en una posible amenaza.El pelotón de Falk abría la brecha.

Las primeras líneas enemigas no ofrecieron resistencia frontal. El terreno parecía despejado. Eso lo hizo aún más peligroso.

—O están corriendo… o nos están esperando —dijo Helmut.

Falk no respondió. Solo bajó medio centímetro su visera y mantuvo la mirada fija en las colinas bajas al norte.

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La respuesta llegó como un latigazo.

Un camión italiano que avanzaba por el flanco derecho voló por los aires, partido por una explosión seca: mina anticarro.

—¡Giro cerrado, salimos de la línea! —ordenó Falk.El pelotón se replegó en abanico, cubriéndose mutuamente sin perder ritmo.

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Desde un caserío abandonado surgió el verdadero infierno.

Tres cañones antitanque disparaban desde el segundo piso de un edificio semiderruido. A su lado, infantería británica bien camuflada abría fuego con fusiles y bombas lapa contra los vehículos más ligeros.

Un semioruga alemán explotó frente al Panzer de Falk.La radio se llenó de gritos.Otro Panzer, de una compañía hermana, fue alcanzado por el lateral.Su torreta saltó como una corona de humo y acero.

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—¡Konrad, a la derecha, fuego de supresión!—¡Ernst, munición de alto explosivo!—¡Lukas, flanco norte, nos movemos entre las ruinas!Falk daba órdenes como si el caos no existiera.Y su tripulación respondía como una sola máquina de precisión.

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Uno de los cañones enemigos quedó silenciado tras el tercer disparo de Falk. El segundo fue destruido por un bombardeo rápido de la Luftwaffe. El tercero… se rindió.

Literalmente.

Dos artilleros británicos salieron con las manos en alto, sin armas.Eran jóvenes. Empapados en polvo. Uno sangraba.

Falk bajó un instante del Panzer. Los miró.Y no dijo nada.

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La batalla continuó en otros sectores.Pero la brecha ya estaba hecha.

Y había sido su pelotón el que la había abierto sin romperse.

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—¿Cuántos cayeron? —preguntó Ernst al final del día.

—Demasiados —respondió Falk—. Pero ninguno de los nuestros.

Y luego, mirando el humo que aún se alzaba del sur:

Por ahora.