Capítulo 58 – Lo que no se dice

Capítulo 58 – Lo que no se dice

El calor había bajado, pero el aire seguía cargado de polvo fino y humo seco. La escuadra de Falk Ritter se había detenido al abrigo de unas formaciones rocosas que les ofrecían cobertura y un descanso provisional. No había disparos. No había órdenes. Solo el zumbido de un motor a lo lejos y el rumor del viento.

La tripulación original —Helmut, Ernst y el recientemente reincorporado Konrad— se sentaban cerca del Panzer junto a los nuevos miembros del pelotón: Vogel, Neumann y el joven Udo.

—¿Siempre es así? —preguntó Udo en voz baja, con un trozo de pan entre los dedos—. Quiero decir… Ritter. Que no hable. Que esté ahí… como una sombra con galones.

Ernst soltó una risa nasal, sin humor.

—Sí. Eso es lo normal. Si un día habla más de dos frases seguidas, probablemente estemos muertos y no lo sepamos aún.

Vogel se estiró de hombros, mirando hacia donde Falk escribía en su cuaderno, solo.

—¿Sabéis si tiene familia? ¿Es viudo? ¿Tiene hijos?

—Lo dudo —dijo Helmut sin levantar la vista—. Ni una palabra en todos estos meses. Ni una carta, ni una foto, nada.

Konrad, sentado sobre una caja de munición, dejó el casco a un lado y habló por primera vez en rato:

—Yo creo que su padre era militar. De esos del imperio o algo así. O policía. Hay algo en su forma de andar, de mirar, de ordenar… no es cosa de adiestramiento de la escuela de oficiales. Eso se mama en casa.

Neumann asintió, pensativo.

—Puede ser. Tiene ese aire de… ley sin emociones. Como si llevara una placa invisible en el pecho.

—¿Y si simplemente es así? —preguntó Udo—. Quiero decir… ¿y si no hay historia? ¿Y si solo es uno de esos hombres que nacen viejos?

Helmut río, esta vez con verdadero tono.

—Puede que sí. Pero algo hay. No te formas así de la nada. Él no ordena por gusto. Ordena como si cada decisión le doliera antes de tomarla.

Ernst alzó una ceja.

—¿Y por qué lo sigues entonces?

—Porque nunca me ha hecho dudar. Ni una sola vez —respondió Helmut sin pestañear.

Un silencio breve cayó sobre el grupo. Todos miraron, una vez más, a Falk. Seguía escribiendo, con el ceño fruncido y la mano firme. No les prestaba atención, pero algo en su rigidez decía que lo oía todo. O que al menos lo intuía.

No preguntaron más.

Entonces Falk cerró el cuaderno con calma. Se levantó, con la misma serenidad con la que dirigía una carga, y sin mirarlos siquiera, soltó:

—La pausa termina en cinco minutos. Quien no esté listo, se queda atrás.

Y se alejó sin más.