Las primeras explosiones no se oyeron: se vieron. Columnas de polvo surgieron como golpes secos sobre la línea del horizonte. Luego llegó el estruendo, profundo y sostenido, como el rugido de un dios antiguo. La tierra temblaba bajo los pies de Falk Ritter incluso antes de que se oyeran los motores.
Desde lo alto de su Panzer, Falk alzó la vista. Dos Bf 109 cruzaban el cielo como cuchillas oscuras, seguidos por un escuadrón de Stukas que descendían en picado como aves de presa. Las sirenas ululaban. En segundos, una línea entera de defensa enemiga quedó envuelta en fuego y polvo.
—Ha empezado —murmuró Helmut desde la radio.
Falk no respondió. Ya había bajado la escotilla y revisado el mapa una última vez.
—¿Órdenes del mando? —preguntó Ernst, ajustando su óptica.
Falk no necesitó oír nada más. Sabía lo que significaba. Blitzkrieg. Primero los cielos, luego el acero.
—Avanzamos —dijo con calma.
El motor rugió. La columna de blindados de la Leibstandarte comenzó a moverse como una serpiente de hierro bajo el sol egipcio. A su lado, unidades italianas e infantería española intentaban seguir el ritmo, pero sabían que no podían igualarlo.
La llave negra se movía.
Falk observó a través de su periscopio cómo un cañón antitanque británico, semienterrado, intentaba reposicionarse tras el bombardeo. Tarde. Una ráfaga del Panzer lo hizo estallar.
—Objetivo neutralizado —anunció Konrad con voz firme.
—Rumbo norte-noreste —ordenó Falk—. No paramos hasta romperlos.
La Blitzkrieg, incluso bajo el sol del desierto, conservaba su ley: choque, velocidad, presión constante. Y la Leibstandarte, como siempre, iba delante.