Al sur de Alejandría – Puesto avanzado británico2 de enero de 1943, 17:10 horas
El mayor Alan Marchant llevaba más de una hora observando el horizonte con los prismáticos. El sol descendía, cegador. El aire temblaba con el calor residual del día y el humo de los impactos recientes. Había visto muchos ataques en África. Italianos, alemanes, incluso infantería española. Pero esto era distinto.
—¿Confirmado? —preguntó el teniente Barker, apoyado en el flanco del blindado Valentine.
Marchant asintió con gesto serio.
—Sí. Es la Leibstandarte.
Barker tragó saliva. No hacía falta decir más. Incluso entre los Aliados, aquel símbolo —la maldita llave negra— era sinónimo de una sola cosa: avance imparable.
—Son los mismos que tomaron Kiev, ¿no?
—Y que resistieron El Alamein. Y que ahora vienen por nosotros.
El sonido de los motores Panzer era como un tambor grave en el fondo del pecho. En minutos, las posiciones británicas empezaron a arder. El primer tanque aliado fue destruido antes de que pudiera disparar. Los disparos alemanes eran quirúrgicos. No era rabia. Era precisión.
Marchant ordenó la retirada con calma. No por cobardía, sino por sentido. Su misión no era morir. Era frenar. Ganar tiempo.
Y lo habían hecho.
Para cuando su batallón quedó acorralado en una depresión rocosa, rodeado, sin munición, Marchant levantó la mano sin vacilar. Un pañuelo blanco. Un gesto limpio.
Del otro lado, un oficial alemán bajó del Panzer y se acercó caminando con las manos visibles. Era joven. Uniforme gris sin barrotes innecesarios. Le saludó con la cabeza.
—Major. No dishonor here —dijo en un inglés cargado de acento, pero comprensible—. You fought like soldiers.
Marchant sostuvo la mirada. Luego asintió.
—And you attacked like professionals.
Durante minutos, solo se oyó el viento.
Esa noche, mientras los prisioneros británicos eran escoltados sin insultos ni humillaciones, alguien entre los capturados murmuró:
—Esto no ha sido Rusia. Aquí... es otra guerra.
—La guerra de los caballeros —respondió Marchant.