Washington D.C.
El presidente Roosevelt escuchaba el informe del Estado Mayor con el ceño fruncido. Las noticias de la caída de Alejandría habían generado un seísmo diplomático. Pero Estados Unidos seguía sin estar oficialmente en guerra.
—El Lend-Lease está funcionando a pleno rendimiento —dijo el secretario de Marina—. Pero los británicos están al límite. Egipto ha caído.
—¿Y Churchill?
—No va a rendirse. Pero no le queda mucho con qué resistir.
Roosevelt se levantó. Caminó hasta el mapa. Luego habló con calma:
—Muy bien. Entonces será mejor que estemos preparados para cuando la guerra llame a nuestra puerta. Porque lo hará.
Tokio
El alto mando imperial se reunía en silencio. Alejandría ya no era un punto colonial británico: era un símbolo de que el equilibrio mundial estaba cambiando.
—Los alemanes cumplen —dijo el almirante Yamamoto—. Nosotros no podemos quedarnos atrás.
Los planes para atacar Filipinas y Pearl Harbor se estaban ultimando. La guerra con la URSS se había descartado por el momento: los soviéticos aguantaban con tenacidad y habían reforzado Siberia antes de tiempo.
—Ahora le toca al Pacífico —murmuró un general—. Golpearemos donde más les duela.
Moscú
Stalin repasaba los mapas. Los alemanes avanzaban, sí, pero no como esperaban. Gracias a la previsión de un ataque coordinado, el Ejército Rojo había reforzado su línea sur mucho antes del verano.
—No han entrado como cuchillo en mantequilla. Y ya no lo harán —dijo, seco.
La guerra se había estancado en muchos sectores. Pero el frente del sur seguía siendo un riesgo. Se empezaban a escuchar nombres malditos en los informes del GRU: el Don, el Volga, Stalingrado.
Berlín
Guderian y Speer estaban satisfechos, pero no confiados. La victoria africana era importante, pero la guerra total seguía adelante.
—El canal está cerca, pero el Este es la clave —dijo Guderian.
Las divisiones se reorganizaban. La primavera y el verano serían el escenario de una ofensiva brutal. Las puntas de lanza del Reich ya se aproximaban a las estepas del Volga.
—La batalla decisiva aún está por llegar —advirtió Speer.
Y lo sabían todos.
Madrid
Franco mantenía su equilibrio habitual. Por un lado, la Falange presionaba para un compromiso mayor. Por otro, los sectores conservadores exigían prudencia.
—Que sigan combatiendo los que necesitan la gloria —dijo el Caudillo a su círculo.
Mientras tanto, las tropas españolas seguían luchando junto al Eje. Eran pocas, pero estaban presentes en África y en sectores auxiliares del frente ruso.
—Colaboramos. Pero sin firmar nada —insistía Franco.
Y así España se mantenía en la guerra… sin estar en guerra.
Londres
El gabinete británico estaba al borde del colapso. Las reservas escaseaban. Alejandría había sido su última gran apuesta en África.
Churchill se negaba a ceder. Pero los informes del Foreign Office eran demoledores: la población civil estaba cansada, los recursos escaseaban, y Estados Unidos aún no disparaba un solo tiro.
—¿Qué haremos? —preguntó un asesor.
—Resistir —dijo Churchill, sin pestañear—. Y rezar porque los alemanes cometan un error.