El sol seguía entrando por el ventanal como si también quisiera sentarse a la mesa con ellos. Ji-ho sirvió el jugo con cuidado, mientras Tae-oh —con un bigote de mermelada bajo la nariz— le contaba a su papá cómo “el señor cactus no quería moverse” cuando intentó regarlo.
Ha-joon rió, una risa baja, sincera, que hizo vibrar algo en el pecho de Ji-ho. No era una risa escandalosa. Era una risa que tenía tiempo sin salir.
—Gracias por esto —dijo Ha-joon, levantando ligeramente su taza de té—. Hacía mucho que no teníamos una mañana así.
Ji-ho bajó la mirada, sonriendo apenas. Sentía que no necesitaba decir mucho. Que bastaba con estar ahí. Tae-oh comió el último pedazo de pan y luego se bajó de la silla para ir al rincón de las macetas pequeñas, decidido a regar lo que él llamaba “su jungla”.
—Le gusta este lugar —murmuró Ha-joon—. Dice que huele bonito y que tú hablas bajito como las flores.
Ji-ho sintió que el corazón se le encogía un poco. Había sido invisible por tanto tiempo, que escuchar eso... dolía bonito.
—Me gusta tenerlos aquí —respondió—. Es como si esta florería respirara distinto cuando ustedes vienen.
Un silencio suave se instaló. No incómodo. Un silencio como de hojas cayendo. Ha-joon miró alrededor y luego preguntó:
—¿Qué vas a hacer con el patio trasero? Vi que hay espacio, pero está algo descuidado.
—Quiero convertirlo en un pequeño jardín de té. Con banquitos de madera, luces colgantes… flores de jazmín.
—¿Puedo ayudarte con eso?
Ji-ho levantó la vista. Los ojos de Ha-joon estaban serenos, pero había algo más: una voluntad silenciosa de quedarse.
—Sí. Me encantaría.
Esa tarde, después de que Ha-joon y Tae-oh se despidieran, Ji-ho se quedó solo, mirando el espacio donde habían estado. La mesa, las tazas, los pasos pequeños del niño... todo había dejado huellas invisibles que se sentían como un primer pétalo en primavera.
La soledad no le pesaba como antes. Ahora parecía más un intermedio. Una pausa.
Quizás... una espera.