El verano empezaba a retirarse lentamente. Las flores en la florería cambiaban de colores, como si respiraran con el pueblo. Ji-ho había comenzado a conocer no solo a las plantas, sino también a sus vecinos. Todos con sus rarezas, pero cálidos, como mantas tejidas a mano.
En una mañana fresca, Ha-joon apareció con Tae-oh dormido en sus brazos. El pequeño había tenido fiebre durante la noche y no quería quedarse solo. Ji-ho los recibió sin decir una palabra. Preparó té de jengibre, puso una sábana sobre el sillón, y dejó que el silencio cuidara lo que las palabras no podían.
Tae-oh despertó a media tarde, afiebrado pero contento de estar allí. Se aferró al brazo de Ji-ho y murmuró:
—Contigo duermo mejor.
El Omega lo miró, conmovido. No sabía cómo alguien tan pequeño podía abrir su pecho con frases tan simples.
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Esa noche, mientras Tae-oh dormía entre ambos en el sofá, Ha-joon habló por primera vez sobre su pasado. Sobre la pérdida de su pareja, el miedo de no ser suficiente, y esa culpa silenciosa que lo seguía desde entonces.
Ji-ho no interrumpió. Solo escuchó. Y cuando Ha-joon terminó, apoyó su cabeza sobre su hombro.
—No estás solo —susurró—. Ni tú, ni Tae-oh. Este lugar también puede ser tu hogar.
El Alfa no lloró, pero sus ojos estaban llenos. No de tristeza, sino de alivio. De esa emoción que aparece cuando alguien te ve… de verdad.
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Al día siguiente, Ji-ho abrió la florería como siempre, pero esta vez puso un nuevo cartel en la puerta:
“Donde florecen los silencios”.
Y así, sin promesas grandilocuentes, sin besos urgentes ni declaraciones, comenzó una historia tejida con calma.
Una familia que empezaba a brotar.