Capítulo 3: El color de la piel, el peso del mundo

Capítulo 3: El color de la piel, el peso del mundo

A veces me pregunto cuántas guerras caben en una sola piel.

No me refiero a las guerras con armas. Me refiero a esas otras, las que no aparecen en las noticias. Las que se libran en los silencios incómodos, en los ascensores donde nadie se acerca, en los pasillos donde las miradas se clavan como cuchillos por tener la “piel equivocada”.

Miguel es moreno. No "ligeramente trigueño", como algunas personas intentan suavizar. No. Es moreno. Orgullosamente.

Pero también ha aprendido que esa misma piel, que yo siempre vi como parte de su belleza, es lo que hace que lo sigan con la mirada en las tiendas, o que lo detengan dos veces más que a mí cuando vamos por la calle.

—"No lo entiendes porque no lo vives" —me dijo una tarde, mientras mirábamos el cielo desde la azotea—. "Naciste con el tipo de piel que el sistema tolera."

No me lo dijo con rabia. Lo dijo con cansancio. Ese tipo de cansancio que no se quita durmiendo.

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En el colegio tenemos un profesor de historia que habla de “la igualdad alcanzada” como si el racismo fuera una leyenda urbana.

Dice que el progreso ha eliminado “los vestigios de discriminación”.

Pero cuando Miguel participó en una discusión de clase y corrigió su dato sobre la esclavitud africana, lo mandó callar.

A mí me dejó hablar durante cinco minutos más sobre la Revolución Francesa.

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Un día, caminábamos de regreso a casa y un policía nos paró. Nos pidió los documentos. A los dos. Pero solo revisó los de Miguel.

—"¿Y tú qué haces con él?" —me preguntó el oficial.

Yo no respondí. No porque no tuviera palabras, sino porque no sabía cuáles no serían usadas en mi contra.

Miguel bajó la mirada. Se tragó la dignidad para evitar problemas.

Después, cuando el policía se fue, me dijo: —"Uno se acostumbra. Pero nunca deja de doler."

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Leí que la luz del universo se dobla cuando pasa cerca de algo muy masivo. Lo llaman “lente gravitacional”.

Miguel es como esa luz.

Toda su vida ha tenido que doblarse, curvarse, adaptarse, para poder seguir avanzando sin que lo aplasten.

Y eso es algo que nadie debería tener que hacer para sobrevivir.

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La primera vez que visitamos la casa de un amigo en común, su padre no lo dejó entrar.

—“No es por ti, Alexander”, me dijo el hombre.

—“Es que no sabemos de dónde viene él…”

¿Y qué importa de dónde viene alguien si sabes hacia dónde quiere ir?

Esa noche lloré. No porque me trataron mal a mí, sino porque entendí que a Miguel lo trataban así todos los días… y lo ocultaba detrás de esa risa rota.

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Hay gente que dice que el racismo ya no existe porque tienen un amigo negro.

Otros dicen que todo es parte de una “agenda progresista” y que “ya fue suficiente con eso”.

Pero yo los escucho y pienso:

¿Cómo puedes cerrar los ojos cuando el mundo está ardiendo?

Miguel no necesita que nadie lo salve.

Necesita que dejen de querer apagarlo.

Y yo, desde este rincón del mundo, me niego a ser otro cómplice silencioso.

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