Capítulo 5: Voces que no se escuchan
Miguel no ha venido a clases en tres días.
Tampoco responde mis mensajes.
Y aunque trato de no pensar lo peor, una parte de mí ya está imaginando finales que no quiero escribir.
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El problema con la salud mental es que no se ve.
Nadie lleva una escayola en el alma. Nadie te da asiento en el bus por tener el corazón fracturado.
Miguel siempre fue “el gracioso”, el que salvaba cualquier silencio incómodo con una broma.
Pero últimamente, sus bromas tenían filo.
Como si se riera para no llorar.
Como si las palabras fueran un disfraz… y por dentro estuviera deshaciéndose.
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Me cuesta entender por qué en el colegio nos enseñan a resolver ecuaciones cuadráticas pero no a pedir ayuda cuando sentimos que la vida se está hundiendo.
Nos hablan de cómo funciona el sistema respiratorio, pero nadie menciona lo que pasa cuando uno siente que respirar se vuelve un acto doloroso.
La salud mental debería ser una materia.
Una prioridad.
Una urgencia.
Porque los pensamientos pueden ser cárceles, y los silencios pueden matar.
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Miguel me dijo una vez, mientras caminábamos por el parque: —"A veces no quiero morirme. Solo quiero que el dolor pare."
Y esas palabras me siguen como un eco.
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Hace poco, hubo un escándalo en nuestro colegio.
Un compañero fue acusado de acoso por una chica.
Él lo negó desde el principio, juró que no había hecho nada.
Durante semanas, fue tratado como un criminal.
Perdió amistades. Fue amenazado. Incluso su familia recibió insultos.
Luego se supo que la denuncia había sido falsa. Que ella lo había inventado por celos.
Pero ya era tarde.
Su reputación estaba rota.
Su confianza en los demás, también.
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Yo creo en el feminismo.
Creo en la necesidad de corregir siglos de desigualdad, de violencia, de abuso sistemático.
Pero también creo en la justicia. En la verdad.
Y creo que una causa justa no puede sustentarse sobre mentiras.
Porque cuando una persona miente, no solo daña a su víctima directa…
También daña a todas esas mujeres que sí han sido silenciadas, que sí han sido agredidas, y que ahora serán cuestionadas con más crueldad.
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Vivimos en una época de extremos.
Donde pensar diferente es un delito.
Donde cuestionar algo es “odiar” algo.
Pero yo no odio.
Yo solo dudo.
Y dudar, para mí, es el primer paso hacia la comprensión real.
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Hoy fui a buscar a Miguel.
Lo encontré sentado en el suelo de su cuarto, la mirada fija en el techo, los labios partidos por la sequedad, como si llevara días sin hablar.
Le tomé la mano.
No dije nada.
Porque entendí que a veces, lo que más ayuda no son las palabras, sino la presencia.
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No sé si podré salvarlo.
No sé si quiera que lo salve.
Pero sé que estaré aquí.
Hasta que pueda volver a reír de verdad.
Hasta que deje de tener miedo a la vida.
Y hasta que el mundo empiece a escuchar a todos los que, como él, gritan en silencio.