Capítulo 13: Voces cruzadas en la misma casa
Era domingo.
La casa olía a café, a pan caliente… y a tensión.
La televisión hablaba del aumento del desempleo, de protestas en Europa, de crisis, otra vez.
Y luego, silencio.
Hasta que mi padre suspiró y dijo:
—“Siempre lo mismo. Esta generación solo sabe quejarse. Todo les molesta.”
Yo no iba a quedarme callado.
No esta vez.
—“¿Y no crees que hay motivos? ¿No te das cuenta de que lo que a ustedes les costó décadas construir, nosotros lo vamos a ver arder en la mitad del tiempo?”
Mi madre intentó suavizar la conversación con una sonrisa forzada.
—“No empiecen otra vez...”
Pero ya era tarde.
El volcán se había activado.
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Mi padre me miró, firme.
—“Yo a tu edad ya trabajaba. No tenía tiempo para andar filosofando sobre el mundo. Hacíamos lo que podíamos. Y punto.”
—“¿Y eso estuvo bien? ¿Aceptar todo sin cuestionar? ¿Pensar que el sacrificio es virtud incluso cuando duele sin sentido?”
Me miró como si no me conociera.
—“¿Qué pretendes? ¿Arreglar el mundo con palabras? ¿Con tus libros? La vida no funciona así.”
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Me dolió.
Porque venía de él.
Porque lo admiraba.
Porque su silencio siempre fue la raíz de mi rebeldía.
—“No espero arreglarlo todo. Pero tampoco pienso quedarme callado mientras se repite lo mismo de siempre: injusticia, silencio, poder y conformismo.”
Mi madre, por fin, habló.
—“Alexander, tu padre solo quiere protegerte. Vivimos en un mundo duro. Ser idealista es… agotador.”
Me levanté.
—“Entonces que me agote. Pero no me pidan que me calle.”
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Subí a mi cuarto.
Respiré hondo.
Miré el techo.
Pensé en Miguel. En los debates. En la gente en la calle. En el anciano con manos heridas.
No podía vivir una vida cómoda si significaba ignorar todo lo incómodo.
Esa noche, escribí en mi cuaderno:
> “La verdadera distancia generacional no está en la edad, sino en la esperanza. Nosotros aún creemos que se puede cambiar algo. Ellos aprendieron a sobrevivir en lo que ya estaba roto.”