Capítulo 17: Voces incómodas
La viralización del artículo de Miguel fue una chispa en la oscuridad.
De pronto, Proyecto Prisma dejó de ser un experimento.
Era un movimiento.
Jóvenes de Colombia, Chile, México, España… nos escribían.
Nos compartían sus historias.
Nos pedían voz.
Recibimos invitaciones a entrevistas, a programas de radio, incluso una mención en un noticiero local que nos llamó:
> “Una red de jóvenes que están sacudiendo las estructuras desde las ideas.”
Todo parecía crecer como una ola luminosa.
Hasta que llegó el correo.
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El mensaje era anónimo. Sin remitente.
Solo decía:
> “Cuiden sus pasos. Las voces que incomodan suelen ser silenciadas.”
En otro momento, me habría pensado paranoico.
Pero no ahora.
Un día después, la cuenta de Prisma en redes sociales fue reportada en masa.
Casi la eliminan.
Un contacto del grupo nos dijo que alguien estaba moviendo influencias en una universidad privada para impedir que habláramos ahí.
Doña Maritza fue clara:
—“Cuando la verdad molesta a los poderosos, siempre habrá ruido.”
Sara nos miró a todos:
—“¿Y si seguimos? ¿Si no paramos?”
Yo solo respondí:
—“¿Y si no podemos parar?”
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Pocos días después, llegó otra carta.
Pero esta vez, de carne y hueso.
Una universidad pública importante nos invitaba a participar en un foro nacional sobre Juventud y pensamiento crítico.
Querían que alguien de Prisma hablara.
Que compartiera su visión.
Que debatiera.
Todos me miraron a mí.
—“No puedo representarnos solo yo —dije—. Miguel tiene que estar conmigo.”
Él sonrió, aún con sus heridas mentales cicatrizando, pero más firme que nunca:
—“Vamos juntos. Como siempre.”
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La universidad era un hervidero de estudiantes, pancartas, discusiones.
Y entonces lo vi.
Era él.
Mi viejo profesor de Filosofía del colegio: el profesor Duarte.
Alto, delgado, barba blanca, mirada de lobo sabio.
El que me enseñó que dudar era amar la verdad.
—“Alexander Reshsvil”, dijo, sonriendo como si me hubiera estado esperando años.
—“Veo que has aprendido a pensar en voz alta.”
Nos abrazamos.
Me susurró:
—“Ten cuidado. Decir lo que piensas a veces tiene precio. Pero callar… lo tiene aún mayor.”
Miguel lo saludó también.
Duarte nos dio un consejo antes de subir al escenario:
—“No convenzan. Solo expongan lo que quema dentro. Lo demás... es cosa del fuego.”
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El auditorio estaba lleno.
Gente sentada en el suelo, en las escaleras, en las ventanas.
Había cuatro ponentes.
Tres de ellos eran doctores en educación, filosofía o sociología.
Y yo.
Un chico de 18 años con una voz temblorosa y un cuaderno desgastado.
Comencé:
> “No soy un experto.
No vengo con teorías ni citas académicas.
Solo traigo una pregunta que me persigue cada día:
¿Cómo dormir sabiendo que afuera hay gente muriendo de hambre, de odio, de indiferencia?”
Hablé de Miguel.
De sus noches oscuras.
De las denuncias falsas y verdaderas.
De la corrupción que huele a perfume caro.
De la filosofía como rebelión.
Del racismo disfrazado de ‘opinión’.
De los jóvenes sin esperanza.
De las preguntas que nadie quiere hacer.
Del dolor, pero también… de la esperanza.
Cerré con esto:
> “Nos llaman generación de cristal.
Pero no saben que el cristal también corta.
Y que cuando uno se rompe, muchos se reconstruyen.
Somos débiles, sí.
Pero por eso mismo, somos humanos.
Y estamos cansados de vivir como si no lo fuéramos.”
Silencio.
Luego, aplausos.
Largos.
Inquietantes.
Verdaderos.
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V. La reacción
Después del foro, me entrevistaron en vivo.
Alguien me preguntó:
—“¿No tienes miedo de que te censuren? De que intenten callarte?”
Respondí:
—“Sí. Pero tengo más miedo de vivir con la boca cerrada y la conciencia abierta.”
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Esa noche, caminando por la ciudad con Miguel, nos detuvimos en una esquina.
Un cartel desgastado colgaba de un poste:
“SE BUSCAN VALIENTES”
Miguel lo miró y dijo:
—“No sé si lo somos, Alex.”
—“Tampoco —dije—. Pero al menos, lo estamos intentando.”