Mientras la alianza entre magos y vampiros se forjaba en Umbría, Eleonora, lejos de allí, continuaba su propio camino, impulsada por una ambición que había crecido hasta proporciones monstruosas. Su descubrimiento del reino subterráneo y de los Elfos Lunares dormidos había despertado en ella un deseo de poder que eclipsaba incluso su sed de venganza contra Umbría.
Eleonora había pasado semanas estudiando los quince castillos, aprendiendo el ritmo de las barreras mágicas, cartografiando los túneles y pasajes que conectaban el reino subterráneo. Había evitado cuidadosamente cualquier contacto con los Magos Rojos, consciente de que su nuevo objetivo no encajaba con los planes del Círculo.
Su objetivo final era el decimosexto castillo, la fortaleza del Rey del Subsuelo. Pero a diferencia de los otros castillos, este no tenía una barrera mágica que parpadeara. Estaba protegido por una magia continua, impenetrable, que parecía emanar de la propia estructura del castillo.
Eleonora, a pesar de su creciente poder, no podía encontrar ninguna forma de romper esa barrera. Pasó días, noches, estudiando el castillo desde la distancia, lanzando hechizos de detección, buscando alguna debilidad, alguna grieta en su defensa. Pero todo fue en vano.
La frustración la consumía. Estaba tan cerca del poder, podía sentirlo, pero al mismo tiempo, se le escapaba entre los dedos.
Un día, mientras exploraba una caverna remota, lejos de los castillos, Eleonora encontró algo inesperado. Era una cueva pequeña, oculta detrás de una cascada de lava subterránea. En el interior, sobre un pedestal natural de roca, había un objeto que brillaba con una luz roja intensa.
Era un cristal, del tamaño de un puño, con una forma irregular, como un trozo de vidrio roto. Pero no era un cristal ordinario. Pulsaba con una energía oscura, una energía que Eleonora reconoció al instante: la energía del Caos, pero amplificada, concentrada, purificada.
Eleonora se acercó al cristal, sintiendo una atracción irresistible. Al tocarlo, una oleada de poder la recorrió, haciéndola temblar de pies a cabeza.
Visiones inundaron su mente. Visiones del reino subterráneo en su apogeo, antes del gran sueño. Visiones de los Elfos Lunares, gobernados por un rey sabio y poderoso. Visiones de una guerra terrible, una guerra contra una fuerza oscura que amenazaba con destruir todo el reino.
Y luego, vio la solución. Vio al Rey del Subsuelo, utilizando el cristal rojo, no para luchar, sino para dormir. Para poner a su pueblo en un estado de animación suspendida, para protegerlos de la destrucción, hasta que llegara el momento de despertar.
Eleonora comprendió. El cristal rojo no era un arma, era una llave. La llave para despertar a los Elfos Lunares, y para desbloquear el poder del Rey del Subsuelo.
Con el cristal en su mano, Eleonora regresó al decimosexto castillo. La barrera mágica seguía allí, impenetrable. Pero ahora, Eleonora tenía la clave.
Se acercó a la barrera, sosteniendo el cristal frente a ella. La luz roja del cristal se intensificó, pulsando al unísono con la energía de la barrera. Eleonora sintió una resistencia, una lucha entre dos fuerzas opuestas.
Pero el cristal rojo, alimentado por la magia del Caos y por la propia voluntad de Eleonora, era más fuerte. La barrera comenzó a vibrar, a distorsionarse, a romperse.
Con un estallido de energía, la barrera se desvaneció, dejando libre el camino hacia el castillo.
Eleonora sonrió. Había logrado lo imposible. Había abierto la puerta al poder absoluto.
Entró al castillo, con el cristal rojo brillando en su mano. El interior era aún más impresionante que el exterior. Pasillos interminables, salones gigantescos, cámaras llenas de tesoros y artefactos mágicos.
Pero Eleonora no se detuvo a admirar la belleza del castillo. Siguió la energía del cristal, que la guiaba hacia el corazón del reino.
Finalmente, llegó a una gran sala, donde la energía del cristal era más intensa. En el centro de la sala, sobre un trono de obsidiana, vio la figura del Rey del Subsuelo.
Estaba dormido, como los demás elfos, pero su presencia era abrumadora. Era alto y majestuoso, con una corona de plata adornada con lunas crecientes. Su piel era pálida, casi translúcida, y su cabello, largo y plateado, caía sobre sus hombros como una cascada.
A su alrededor, en círculos concéntricos, estaban los Elfos Lunares, también dormidos, esperando el momento de despertar.
Eleonora se acercó al trono, con el cristal rojo en alto. Sabía lo que tenía que hacer. Tenía que usar el cristal para despertar al rey, y luego, de alguna manera, someterlo a su voluntad.
Pero cuando estaba a punto de tocar al rey con el cristal, una voz la detuvo.
"Alto ahí."
Eleonora se giró, sorprendida. Detrás de ella, de pie en la entrada de la sala, había una figura vestida con una túnica negra. Una figura que Eleonora reconoció al instante, a pesar de la oscuridad que la rodeaba.
Era uno de los Magos Rojos, el que la había iniciado en el Círculo. Pero su apariencia había cambiado. Su rostro, antes marcado por la ambición, ahora estaba consumido por el Caos. Sus ojos brillaban con una luz roja, idéntica a la del cristal.
"Eleonora," dijo el Mago Rojo, su voz distorsionada por la magia oscura. "Has hecho bien en encontrar este lugar. Pero tu camino termina aquí."
Eleonora, a pesar del shock inicial, sonrió con frialdad. "Creíste que podías usarme," dijo. "Creíste que podrías controlarme. Pero te equivocaste."
"El Caos no se controla, Eleonora," respondió el Mago Rojo. "Se desata."
Y con esas palabras, la batalla por el control del reino subterráneo, y por el destino del mundo, comenzó.