Drácula permanecía inmóvil en la penumbra más profunda del laboratorio reforzado, lejos de las ventanas donde la luz del sol caribeño, ahora una enemiga renacida, se filtraba con intensidad dorada y letal. El olor acre de la carne vampírica quemada aún flotaba en el aire, un recordatorio brutal de la vulnerabilidad que creía haber dejado atrás hacía siglos. Observaba al joven Castigador cuya mano había sido rozada por el alba; el miembro, aunque ya no humeaba gracias a la rápida aplicación de ungüentos alquímicos oscuros, era un muñón ennegrecido y contraído, sanando con una lentitud antinatural.
El sol, pensó Drácula, y el simple concepto trajo consigo una avalancha de recuerdos enterrados bajo capas de orgullo y tiempo. Recuerdos fríos y afilados como el miedo mismo.
Vio, con la claridad de su memoria eidética, los primeros siglos de su no-vida. La época antes de Merlín, antes de los anillos, antes de los Castigadores. La época en que el amanecer era el toque de difuntos. Recordó haber visto a hermanos y hermanas de la noche, atrapados por un cálculo erróneo, por una caza que se alargó demasiado, por una traición. Vio sus pieles pálidas enrojecer, ampollarse, ennegrecerse bajo los primeros rayos implacables. Escuchó de nuevo sus gritos desgarradores mientras se convertían en estatuas de ceniza que el viento matutino dispersaba sin piedad. La agonía final, la disolución en la nada bajo la mirada indiferente del astro rey. El terror puro e impotente ante esa luz dorada.
Pero casi peor que la muerte misma, era la humillación. Recordó las noches en los concilios sombríos, en los bosques oscuros donde las criaturas sobrenaturales se reunían lejos de los ojos humanos. Él, Drácula, ya entonces antiguo y poderoso en la noche, tenía que soportar las miradas de soslayo, las sonrisas condescendientes.
Los hombres lobo, recordó con un gruñido interno casi inaudible. Ebrios de su poder lunar, salvajes y libres bajo su astro patrón, nos miraban con desprecio. 'Bestias incompletas', nos llamaban. 'Prisioneros de la mitad del tiempo'. Se deleitaban cazando a los nuestros que buscaban refugio al alba, prolongando la persecución hasta que el primer rayo hiciera su trabajo sucio.
Y las hadas... no las criaturas etéreas de los cuentos infantiles, sino las antiguas, las salvajes. Especialmente las Sidhe an Fhuil, las Hadas de Sangre. Seres de belleza cruel que danzaban en el crepúsculo y se alimentaban de la esencia vital, pero que no compartían la maldición solar. Recordó sus risas cristalinas, afiladas como el hielo, mientras comentaban la "fragilidad" de los vampiros, su "dependencia patética" de las sombras. Nos veían como depredadores defectuosos, una burla de la inmortalidad. Incluso los ghouls que se arrastraban en las tumbas y los demonios menores que traficaban con almas parecían tener más libertad que ellos bajo el ciclo del día y la noche.
Éramos el hazmerreír, la palabra resonó en su mente con el veneno de una vieja herida. Temidos en la noche, sí. Pero despreciados por nuestra debilidad fundamental. Una raza poderosa definida por su incapacidad de soportar la luz.
Esa vergüenza, esa rabia impotente, había sido el combustible que lo impulsó durante siglos. La búsqueda de poder, la creación de los Castigadores, el código estricto... todo había sido una forma de superar esa vulnerabilidad original, de forjar un respeto basado en la disciplina y el propósito, de elevar a su especie por encima del miedo al sol. Los anillos habían sido la clave de esa libertad, de esa dignidad recuperada.
Y ahora, esa libertad se deshacía. La inestabilidad cósmica, el despertar de dioses locos y ángeles caídos, amenazaba con devolverlos a esa era oscura de miedo y humillación. Miró de nuevo al Castigador herido. No, pensó con una ferocidad fría y absoluta. No volveremos a eso.
El miedo seguía ahí, un antiguo fantasma susurrando en los rincones de su mente inmortal, pero ahora estaba templado por siglos de voluntad indomable y orgullo herido. La necesidad de nuevos anillos solares ya no era solo una cuestión estratégica; era una necesidad existencial, una defensa contra la regresión a un pasado que se había jurado no repetir jamás.
Se giró, apartando la vista del sol naciente que ahora volvía a ser símbolo de su mortalidad. La conversación con Merlín había sido desalentadora, pero no definitiva. Si el viejo mago no podía forjar la protección que necesitaban bajo estas condiciones, entonces él, Drácula, encontraría otra manera. Exploraría los secretos de las Clavículas que Merlín estudiaba, buscaría artefactos olvidados, haría pactos si fuera necesario. No permitiría que el sol volviera a convertir a los suyos en cenizas y objeto de burla. La noche les pertenecía, y encontraría la forma de que el día no volviera a ser su prisión. La lucha por la supervivencia acababa de adquirir una nueva y desesperada dimensión personal.