Rituales de sangre, el gran banquete

Las palabras de Quetzal sobre los sacrificios forzados y el tributo oscuro pagado por los conquistadores españoles a "Estrellas Errantes" resonaron en la mente de Drácula con la fuerza de un eco olvidado. El líder maya hablaba de un pasado lejano, de horrores cometidos en nombre de dioses ajenos y de la ambición de imperios. Para Merlín y Aria, era una revelación espantosa sobre la profundidad de la corrupción cósmica en la historia de la Tierra. Para Drácula, era algo más. Era un recuerdo personal, emergiendo lentamente de las brumas de los siglos.

Sangre derramada... tributo... los Dzules...

Su mente se deslizó hacia atrás, a los opulentos pero sangrientos siglos XV y XVI en Europa. Él y los de su clase habían sobrevivido, incluso prosperado, gracias a la incesante carnicería del Viejo Continente: guerras de religión, luchas dinásticas, la Peste Negra y sus secuelas... un festín casi inagotable para los hijos de la noche. Europa, pensó con una frialdad distante, un matadero de ambiciones. La sangre de príncipes, soldados y campesinos abonaba los campos, y nosotros cosechábamos en las sombras. Una supervivencia brutal, sí, pero predecible.

Pero luego, su memoria se enfocó con una nitidez particular en un período de inusual prosperidad para sus propias finanzas y... sustento. El auge del Imperio Español. Recordó sus tratos comerciales, sorprendentemente lucrativos, con las cortes de Fernando e Isabel, y más tarde, con Carlos V. Él, el Príncipe de Valaquia, ahora un enigmático comerciante de las sombras, les proveía de especias raras de Oriente, entre ellas, la preciada pimienta, cuyo valor rivalizaba con el de los metales preciosos.

Y España pagaba generosamente, recordó Drácula. Oro. Plata. Joyas de un brillo y una pureza que hablaban de un Nuevo Mundo rebosante de riquezas. Y a veces... a veces había 'obsequios especiales' para un socio tan valioso.

El recuerdo se hizo más vívido: los discretos emisarios de la corte española, las entregas nocturnas en sus residencias de Sevilla o Toledo. No solo cofres de monedas, sino también barricas. Barricas selladas que contenían un líquido oscuro y espeso. Sangre. Fresca. Abundante. De una calidad excepcional, casi embriagadora.

"Donaciones de conventos piadosos para nuestros distinguidos invitados," le habían dicho una vez con sonrisas serviles. "Excedentes de los hospitales de campaña tras gloriosas victorias en las Indias."

Drácula, en su arrogancia de depredador supremo, nunca había cuestionado demasiado la procedencia. ¿Por qué habría de hacerlo? La sangre era un bien escaso y valioso. Si los devotos españoles eran tan generosos, o tan hipócritas, él no iba a indagar. Era un beneficio más de tratar con un imperio en la cúspide de su poder.

Pero ahora, las palabras de Quetzal – "la esencia vital arrebatada en rituales forzados," "alimentar a los amos estelares de los conquistadores," "la sangre que manchó nuestras pirámides" – golpearon a Drácula con la fuerza de una revelación blasfema.

Esa sangre... La comprensión lo atravesó, fría y cortante como el hielo del abismo. La 'calidad excepcional'... la 'abundancia'... ¡No eran excedentes! ¡No eran donaciones piadosas! Era la sangre de este continente. La esencia vital de los pueblos indígenas, derramada en rituales forzados para saciar a los dioses alienígenas a los que los españoles servían en secreto, o para cumplir con las cuotas de sus pactos oscuros.

Y él, Drácula, el Príncipe de la Noche, el azote de imperios, se había beneficiado directamente de esa atrocidad cósmica y colonial. El oro y la plata que habían llenado sus arcas estaban manchados con ella. La sangre que había fortalecido su linaje durante ese período provenía del sufrimiento y el sacrificio de un pueblo esclavizado no solo por hombres, sino por horrores de más allá de las estrellas.

No sintió culpa en el sentido humano. La culpa era una emoción que había desechado hacía mucho tiempo. Pero sintió una profunda y helada ironía. Una especie de náusea cósmica. Él, que se consideraba un maestro de la depredación, había sido, sin saberlo, un consumidor de segunda mano en una cadena alimenticia mucho más vasta y monstruosa. Un carroñero, casi, alimentándose de las sobras de los festines de entidades alienígenas y de la brutalidad de un imperio humano.

La revelación no lo humanizó, pero sí añadió una capa de amarga comprensión a su ya cínica visión del universo. La hipocresía de los conquistadores españoles, que masacraban en nombre de su dios mientras servían a otros mucho más oscuros, ahora le parecía casi trivial comparada con la escala de la explotación cósmica que Quetzal había desvelado.

Miró al líder maya, ya no solo como un posible peón o un hechicero exótico, sino como el superviviente de un horror que ahora, de alguna manera retorcida, también lo implicaba a él. La desconfianza de Drácula no desapareció – nunca lo hacía del todo – pero se vio matizada por una nueva y compleja hebra de entendimiento. La guerra que libraban ahora no era solo por la supervivencia de la Tierra; era, para Drácula, una confrontación con las capas más profundas y oscuras de una historia en la que él, sin saberlo, había desempeñado un pequeño pero ignominioso papel.