La sangre antigua un ritual prohibido

La muerte de Lucian, tan brutal y definitiva, fue una grieta en la fachada milenaria de Drácula. El Príncipe de la Noche, en medio de su furia evolucionada, se detuvo por un instante casi imperceptible, un suspiro de eternidad en el corazón de la batalla. Se abrió paso a través de los restos destrozados de Hadas de Sangre hasta los despojos de su fiel guerrero. Las sombras que ahora eran sus alas se replegaron ligeramente, como un ave de presa guardando luto.

Se arrodilló junto al cuerpo partido de Lucian, la nieve de su cabello contrastando con la sangre oscura que manchaba la tierra. Con una gentileza que desmentía su monstruosa transformación, rozó lo que quedaba del rostro de su Castigador.

"Mi fiel Lucian..." La voz de Drácula fue un murmullo bajo, un eco de tumbas olvidadas y lealtades que trascendían la vida y la muerte. "Descansa. Tu servicio fue intachable." Levantó la cabeza, y sus ojos, ahora abismos de noche estrellada con un núcleo carmesí, se fijaron en la horda enemiga. "Te lo juro por la noche eterna y la sangre que nos une, tu muerte... no será en vano."

En ese instante, mientras la promesa resonaba en el plano físico y en el etéreo, Drácula sintió un cambio más profundo dentro de sí. No era solo el poder caótico de la sangre de Sorcha; era algo más antiguo, más oscuro, una reserva de su propia esencia primordial que el dolor y la furia habían desbloqueado. Una fuerza que había mantenido encadenada durante siglos, temiendo su naturaleza devoradora.

Con un movimiento lento y deliberado, metió una mano en los pliegues de su abrigo desgarrado por la batalla y sacó una pequeña petaca de plata ennegrecida, casi negra, grabada con runas que se retorcían y parecían absorber la escasa luz. Un artefacto que no había tocado en eras, reservado para el apocalipsis final, para la desesperación absoluta.

Para esto... pensó, su mente una vorágine de pena fría y resolución implacable. Para momentos como este... cuando toda esperanza se ha perdido y solo queda la aniquilación... o la maldición definitiva.

Descorchó la petaca. Un aroma increíblemente potente y antiguo llenó el aire a su alrededor, haciendo que incluso las Hadas de Sangre cercanas vacilaran. No era solo el olor metálico de la sangre; estaba mezclado con el perfume de hierbas extintas hace mucho, el polvo de gemas molidas bajo lunas olvidadas y un susurro de algo terrible y vasto, como la sangre de un dios muerto.

Drácula bebió profundamente.

La energía que lo recorrió fue como un sol negro explotando en sus venas. Sus alas de sombra se expandieron aún más, volviéndose más sólidas, casi metálicas, cada borde afilado como una guillotina. Sus ojos ya no solo ardían; parecían contener la furia de estrellas colapsando. La fuerza que lo inundó era abrumadora, casi insoportable, una "maldita fuerza" que amenazaba con consumirlo tanto como a sus enemigos.

Con una velocidad que desafiaba la percepción, se movió hacia Malakor, quien seguía luchando como una bestia caótica, al borde del descontrol. Drácula lo agarró con una fuerza implacable, ignorando los relámpagos y el fuego oscuro que crepitaban alrededor del vampiro-mago. Le llevó la petaca a los labios.

"¡Bebe, neófito del Caos!" ordenó Drácula, su voz ahora con una resonancia que hacía vibrar los huesos. "¡Bebe y siente el verdadero peso de nuestra maldición... y su poder definitivo!"

Malakor, en medio de su frenesí, bebió instintivamente. La sangre ritualizada se mezcló con su ya volátil esencia. Su rugido se convirtió en un aullido que desgarró el cielo nocturno mientras su poder caótico se magnificaba y se enfocaba en una singularidad de destrucción pura.

Luego, Drácula se movió entre sus Castigadores más presionados, aquellos que aún resistían, ofreciendo la petaca a los más leales, a los más desesperados. "¡Hermanos!" su voz era un trueno. "¡La noche es más oscura que nunca! ¡Bebed de la Copa de la Desesperación y el Poder Final! ¡Luchad como los condenados que somos, y arrastrad a nuestros enemigos con nosotros al abismo!"

Aquellos Castigadores que bebieron sintieron la misma oleada de poder abrumador. Sus formas se volvieron ligeramente más monstruosas, sus sombras más profundas, sus ojos ardiendo con una luz infernal. Sus ataques, ya de por sí letales, se volvieron imparables, cada golpe imbuido con esta nueva y terrible energía. Se movían con una furia coordinada, no como guerreros disciplinados, sino como una jauría de depredadores primordiales desatados.

Pero la "maldita fuerza" los estaba sobrepasando. Estaban perdiendo el control, la frialdad táctica reemplazada por una sed de destrucción casi tan grande como su sed de sangre. El poder venía con un precio terrible: una pérdida de sí mismos, un descenso a la bestialidad pura.

Desde el centro de mando, Merlín y Aria observaban con horror y asombro. "¡Por todos los dioses olvidados!" exclamó Merlín. "¡Ha desatado... la Sangre Antigua! ¡Un ritual prohibido, que se creía perdido, que empuja al vampiro más allá de sus límites a costa de su propia esencia!"

Sorcha, pálida y temblorosa, reconoció la naturaleza del poder que Drácula había invocado. Era una magia de sangre mucho más antigua y peligrosa que la suya.

Las Hadas de Sangre controladas por Cthulhu, antes una marea implacable, ahora retrocedían visiblemente ante la embestida de estos vampiros imbuidos de una fuerza maldita. El campo de batalla alrededor de Drácula y sus Castigadores potenciados se convirtió en un matadero.

La marea, por un instante sangriento y terrible, pareció cambiar. Pero el costo era evidente. Drácula y los suyos estaban ganando terreno, sí, pero se estaban convirtiendo en algo que ni ellos mismos reconocerían, consumidos por un poder que amenazaba con devorar sus almas tanto como a sus enemigos. La desesperación había dado paso a una furia apocalíptica.