La infusión de la sangre ritualizada había transformado a Drácula y a sus Castigadores en avatares de una destrucción casi divina, aunque profundamente maldita. El Príncipe de la Noche era una tempestad de sombras y vitae solidificada; sus alas de obsidiana, ahora más grandes y afiladas, lo impulsaban a través del campo de batalla con la velocidad de un cometa oscuro, dejando un rastro de Hadas de Sangre destrozadas a su paso. Cada ráfaga de sangre que brotaba de sus manos era una sentencia de muerte, decapitando o empalando a múltiples enemigos con una precisión aterradora. La fuerza de sus golpes hacía añicos las formas etéreas de las Fae, dispersándolas como cristal oscuro.
Malakor, el vampiro caótico, era una fuerza de la naturaleza igualmente aterradora, aunque mucho menos controlada. Envuelto en un aura crepitante de fuego infernal y relámpagos rojos, se abalanzaba sobre las Hadas con la furia de un dios berserker. Donde golpeaba, la tierra se quemaba y las Hadas explotaban en duchas de esencia corrupta y energía elemental desatada. Su vuelo era un errático pero imparable misil de pura destrucción.
Los demás Castigadores que habían bebido de la petaca de Drácula luchaban con una ferocidad que bordeaba la locura. Sus ojos ardían con la misma luz infernal que los de su Príncipe, sus movimientos eran borrones de velocidad y sus golpes, antes calculados y disciplinados, ahora estaban imbuidos de una fuerza brutal que destrozaba a las Hadas sin piedad alguna. El aire se llenó de los chillidos agudos de las Fae y los rugidos guturales de los vampiros, una sinfonía de aniquilación.
Destrozaban a las Hadas de Sangre por docenas, luego por cientos. La base de Cancún se convirtió en un matadero. Los cuerpos etéreos, aunque se disolvían rápidamente, dejaban manchas oscuras y un olor a ozono y locura quemada.
Sin embargo, a pesar de la carnicería, las Hadas de Sangre no se detenían. No vacilaban. No mostraban miedo.
La mente colosal de Cthulhu, operando desde las profundidades del Caribe y amplificada por el vórtice cercano, las impulsaba hacia adelante con una tenacidad suicida. Eran una plaga, un enjambre interminable de belleza letal y gracia antinatural, cada una un conducto de la voluntad del Primigenio. Por cada Hada que Drácula empalaba con una lanza de sombra o Malakor incineraba con fuego caótico, dos más parecían surgir de la oscuridad de la jungla o de las olas rompientes, sus ojos verdes enfermizos fijos en los vampiros con una determinación vacía.
Se lanzaban contra las alas de Drácula, solo para ser destrozadas. Se arrojaban a las llamas de Malakor, convirtiéndose en antorchas efímeras. Se estrellaban contra los Castigadores, dispuestas a morir con tal de infligir una herida, un drenaje de energía, un momento de distracción.
Desde el puesto de mando, Aria, Merlín y los demás observaban con una mezcla de asombro y horror creciente. El poder desatado por Drácula y los suyos era prodigioso, casi divino en su ferocidad. Pero la marea de Hadas no menguaba.
"No sienten dolor, ni miedo," susurró Elena Rossi, sus instrumentos registrando la constante oleada de energía psíquica hostil. "Son... autómatas."
"La voluntad de Cthulhu es absoluta sobre ellas," confirmó Merlín, su rostro grave. "Y parece que su número, o la facilidad con la que son reemplazadas o reanimadas por su influencia, es... considerable."
Morgana Le Fay, que había logrado interrumpir brevemente el control sobre algunas Hadas, ahora luchaba por mantener su propia cordura contra la intensificada presión psíquica. Su magia Fae oscura era poderosa, pero el control mental de un Primigenio era de una escala diferente.
Drácula, en el corazón de la tormenta, sintió una punzada de algo que no era cansancio físico –la sangre ritualizada se lo impedía– sino una especie de fatiga cósmica. Podía matar Hadas indefinidamente, pero ¿cuántas había? ¿Era esta la verdadera ofensiva de Cthulhu, o solo una distracción, una forma de desgastar a los defensores más poderosos de Terra mientras algo peor se preparaba en las profundidades?
La "maldita fuerza" que los imbuía era un fuego devorador. Consumía su autocontrol, su antigua disciplina, a cambio de un poder abrumador. Pero incluso ese poder tenía límites contra un enemigo que no valoraba la vida individual y que poseía una fuente aparentemente inagotable de tropas.
La masacre continuaba, sin piedad, sin fin a la vista. Los vampiros destrozaban, las hadas atacaban, dispuestas a morir una y otra vez. La noche en Cancún se ahogaba en sangre, locura y la desesperada lucha de unos pocos monstruos evolucionados contra una marea de horrores controlados por un dios loco. La victoria, si es que llegaba, tendría un sabor a ceniza y a la pérdida de algo más que la simple vitae.