La tarde caía sobre Cancún, tiñendo el cielo de tonos apocalípticos que reflejaban el estado del mundo. En el centro de mando, la tensión era una bestia viva. La noticia del inminente ataque directo de Cthulhu, la revelación de la alianza Cthulhu-Netlin Luciferinos, el ultimátum de Amitiel, la batalla de los Aluxes en la Tierra Hueca y el despertar de los elfos lunares traumatizados se arremolinaban en un torbellino de crisis superpuestas.
Merlín, con el rostro surcado por la fatiga de siglos, repasaba una vez más los diagramas de las Clavículas de Salomón, buscando alguna contramedida, algún ritual de destierro o protección que pudiera tener una mínima posibilidad contra las fuerzas que se avecinaban.
"Salomón," murmuró el anciano mago, más para sí mismo que para los demás. "Enfrentó a legiones, ató a príncipes del infierno, comandó espíritus con sabiduría y un sello de poder. Necesitamos esa clase de... audacia y conocimiento ahora."
Al escuchar el nombre "Salomón", algo se agitó en la memoria ancestral de Enki. El Anunnaki, que había estado observando en silencio el frenesí humano, se quedó inmóvil, sus ojos dorados perdiéndose en una distancia que abarcaba milenios.
Salomón...
Los recuerdos volvieron a él, no como imágenes nítidas, sino como ecos sensoriales, como la resonancia de una era olvidada. Se vio a sí mismo, mucho más joven según los estándares Anunnaki, aunque ya antiguo para los humanos, en las polvorientas tierras de Canaán. No estaba allí como un dios, sino como un observador, un científico de lo divino y lo mortal, como siempre había preferido.
Pero su hermano, Enlil, no compartía su sutileza.
Enki recordó a Enlil en la cúspide de su poder terrenal autoimpuesto, envuelto en una manifestación de fuego y tormenta, su voz un trueno artificial que hacía temblar las montañas del Sinaí. Se hacía llamar "Jehová", el Dios Único y Celoso, exigiendo tributos de sangre y obediencia absoluta a las tribus errantes del desierto. Usaba la tecnología Anunnaki para simular milagros y castigos divinos, consolidando un culto que le servía como fuente de poder y mano de obra para sus vastos proyectos de extracción de recursos en la Tierra.
Y recordó a Salomón. Un rey mortal, sí, pero con una chispa inusual. Una sabiduría que no provenía solo de la experiencia humana, sino de una conexión más profunda, quizás con la propia Gaia, o con fragmentos de conocimiento olvidados, o incluso, irónicamente, con la esencia de la Tabla Esmeralda que Hermes Trismegisto, otro ser tocado por lo divino, había legado.
Salomón había desafiado a Enlil. No con ejércitos, sino con palabras, con lógica, con una comprensión de las leyes cósmicas y de la verdadera naturaleza del poder que dejó perplejo a Enlil en su disfraz de "Jehová". Recordó a Salomón cuestionando los edictos crueles, negociando los tributos, exigiendo sabiduría a cambio de lealtad. No era una rebelión abierta, sino una resistencia astuta, la de una mente mortal que se negaba a ser completamente subyugada, que veía a través del velo de la divinidad auto-proclamada.
Enki había observado desde la distancia, fascinado y secretamente alarmado por la audacia del rey humano, y quizás, con una chispa de admiración por su intelecto. Enlil, en su furia, había querido aplastar a Salomón, pero algo – quizás la propia cautela de Enki, o la complejidad de la red de alianzas e influencias que Salomón había tejido, o simplemente el temor a exponer demasiado la verdadera naturaleza Anunnaki – lo había contenido.
Ahora... ahora todo tenía sentido, pensó Enki, su mirada volviendo al presente, al laboratorio caótico en Cancún. Observó a Aria, cuya nueva magia brillaba con una pureza y una verdad que desafiaban la oscuridad. Vio a Merlín, un mortal que había acumulado una sabiduría que rivalizaba con la de muchos Anunnaki menores. Vio a Quetzal, un hijo de Terra conectado a su espíritu de una manera que los Anunnaki, con toda su tecnología, nunca habían logrado. Vio a Elena Rossi y su equipo, luchando con la ciencia y la lógica contra horrores que desafiaban ambas.
El poder humano, se dio cuenta Enki con una claridad que lo golpeó profundamente. Siempre lo hemos subestimado.
Nosotros, los Anunnaki, con nuestra vasta longevidad y nuestra tecnología capaz de moldear mundos, los vimos como ganado mejorado, como sirvientes eficientes. Los Netlin, en su orgullo caído, los ven como motas de polvo, irrelevantes o corruptas. Incluso los Primigenios como Cthulhu los ven como meras fuentes de energía psíquica, combustible para su locura.
Pero Salomón lo había desafiado, a su manera. Y estos humanos, ahora, se enfrentaban a amenazas que harían temblar a las estrellas, y no se rompían. Encontraban nuevas formas de luchar, de resistir, de comprender. Su conexión con este planeta, su capacidad para la fe, para el sacrificio, para la adaptación desesperada... su chispa de conciencia, aunque alterada por nosotros, poseía una resiliencia, una cualidad indómita que las grandes razas cósmicas, en su arrogancia, habían pasado por alto consistentemente.
El poder humano no residía en la escala cósmica de los Netlin o la antigüedad monstruosa de Cthulhu. Residía en su espíritu, en su capacidad para encontrar la luz en la oscuridad más profunda, para tejer esperanza a partir de la desesperación.
Enki miró a Aria de nuevo, y por primera vez, no vio solo a una maga mortal con un don inusual. Vio un eco de Salomón, un eco de Alula, un testamento al poder indomable de la conciencia que se negaba a ser extinguida.
Esta realización no lo convirtió en un sentimental, ni borró su propia y compleja historia de manipulación. Pero sembró en él una nueva perspectiva. Quizás la supervivencia de Terra no dependía solo de las grandes potencias cósmicas, sino del espíritu subestimado de sus propios hijos. Y quizás, solo quizás, ayudar a ese espíritu a florecer, en lugar de intentar controlarlo, era el único camino hacia un futuro donde no todos fueran devorados por el Vacío.