La sala de mando en Cancún se había convertido en un crisol de revelaciones cósmicas. La historia de Enki sobre Alula y la filosofía perdida de los Anunnaki aún resonaba en el aire cuando Aria, con la nueva claridad que le otorgaba su magia, presionó al Anunnaki por más detalles sobre Amitiel. Si iban a enfrentarse a un ser de tal magnitud, necesitaban comprender la raíz de su oscuridad.
Enki guardó silencio por un momento, sus ojos dorados contemplando algo más allá de las paredes del laboratorio, algo perdido en la inmensidad del tiempo. "La Caída de Amitiel," comenzó finalmente, su voz teñida de una solemnidad que rara vez mostraba, "no fue una simple rebelión contra una autoridad superior, como cuentan las leyendas simplificadas de los Netlin. Fue una transgresión mucho más profunda, nacida de una pasión que sacudió los cimientos de los pactos cósmicos."
Hizo un gesto, y el holoproyector dibujó no una batalla, sino la imagen de una Tierra primigenia, un mundo de una belleza salvaje e indómita, rebosante de una energía vital que casi se podía saborear.
"Mucho antes de que mi raza interviniera en vuestra evolución," narró Enki, "cuando Terra era un jardín joven y exuberante, otros seres, los que algunos llaman los 'Primeros Creadores' – entidades de un poder y propósito que escapan incluso a nuestro entendimiento Anunnaki – dejaron aquí una semilla única de conciencia. No una civilización, sino un ser. Una mujer. La primera, según sus designios. En vuestras leyendas más antiguas y prohibidas, aquellas que susurran sobre la esposa que se negó a someterse, la madre de los espíritus libres, la conocen como Lilith."
La imagen de Lilith que Enki proyectó en sus mentes era de una belleza tan extravagante y peligrosa que dejaba sin aliento. No era la belleza serena de una diosa clásica, sino la de una tormenta a punto de estallar, la de una selva virgen llena de vida y peligros ocultos. Su cabello era una cascada de oscuridad insondable, como la noche sin estrellas de una jungla profunda, adornado con flores extrañas que parecían brillar con luz propia. Sus ojos, de un color ámbar fundido que recordaba el corazón de un volcán, o el verde profundo de un cenote sagrado bajo la luna, ardían con una inteligencia feroz y una libertad inquebrantable. Su piel, besada por un sol que apenas comenzaba a conocer al hombre, parecía vibrar con la energía misma de Gaia, y se movía con la gracia depredadora de un jaguar y la fuerza indomable de un huracán. Era la personificación de la Tierra Salvaje, independiente hasta la médula, una fuerza de la naturaleza que jamás se sometería a la voluntad de un simple hombre mortal, ni siquiera al Adán de las leyendas.
"Y Amitiel," continuó Enki, "en aquellos eones, no era el frío arquitecto de la aniquilación que es hoy. Era un observador de mundos para el cónclave Netlin, un estudioso de la conciencia emergente, quizás el más brillante de su orden, pero también... el más curioso, el más propenso a cuestionar los rígidos edictos de su raza. Fue uno de los primeros seres de 'otras regiones' en posar su mirada sobre Terra y, inevitablemente, sobre Lilith."
"Lo que sucedió después," dijo Enki, y su voz bajó, "fue una transgresión a todos los pactos de no interferencia establecidos por los Primeros Creadores y temidos por el resto de las potencias cósmicas. Amitiel, el ser de orden y luz fría, se enamoró. Se enamoró de la encarnación del caos vital y la libertad primordial que era Lilith. Su corazón, si es que un Netlin posee algo que podamos llamar así, una fortaleza inexpugnable para cualquier otro, fue conquistado no por la fuerza ni la sumisión, sino por el espíritu indomable de ella, por la belleza aterradora de su libertad."
"Pero el amor de Amitiel se convirtió en una herejía cósmica," reveló Enki, y el peso de sus palabras llenó la sala. "No se contentó con observar. Rompió los pactos. Compartió con Lilith conocimientos prohibidos, secretos de la estructura del universo, de la manipulación de las energías que vosotros llamáis magia. Y juntos... tuvieron descendencia."
Un jadeo colectivo recorrió a los presentes.
"Híbridos," confirmó Enki. "Nephilim de una clase diferente, portadores de la sangre Netlin y la esencia divina y terrenal de Lilith. Y a ellos, y a los primeros humanos que se sintieron atraídos por la sabiduría y el poder de Lilith, Amitiel les abrió las puertas del conocimiento arcano."
"Les enseñó a tejer la luz y la intención, lo que llamaríais Magia Blanca, para sanar las heridas del cuerpo y del espíritu, para proteger a los débiles, para construir escudos de voluntad contra la oscuridad y la ignorancia. Pero también, reconociendo la dualidad inherente a la creación y la necesidad de defenderse de las bestias y los terrores de un mundo joven, les reveló los secretos de las sombras, la Magia Negra, para desterrar lo maligno, para comprender el poder de la destrucción como contraparte necesaria de la creación, para infundir miedo en aquellos que buscaran dañar."
"Y lo más transformador," continuó Enki, su voz resonando con la magnitud de la revelación, "les enseñó, a través de la comunión con Lilith, la Magia Roja, la que algunos llaman Magia Sexual. El poder sagrado de la fuerza vital misma, la danza de las energías primordiales, la unión de los opuestos para generar no solo vida, sino también para trascender los límites de la carne, para moldear la realidad a través de la éxtasis de la creación y la voluntad unida en el acto más fundamental del universo."
"Pero su mayor transgresión," dijo Enki, y sus ojos dorados parecieron brillar con un fuego antiguo, "fue la filosofía que sembraron en las mentes de esos primeros humanos y de sus hijos mestizos. Les dijeron a todos los que quisieron escuchar que 'Dios', la verdadera divinidad, la Fuente de Todo Ser, vivía dentro de cada uno de ellos. Que cada alma era una chispa del Fuego Cósmico, con el potencial de alcanzar la iluminación y la maestría. Y que los llamados 'dioses creadores', incluyéndonos a nosotros los Anunnaki y a los mismos Primeros que dejaron a Lilith, a menudo éramos meros guardianes, guías... o, en el peor de los casos," y aquí su voz se cargó de una ironía amarga, "carceleros y explotadores que buscaban mantener a la humanidad en la ignorancia y la sumisión para su propio beneficio y poder."
Un silencio atónito siguió a esta revelación. La idea era tan herética para las jerarquías cósmicas como empoderadora para la humanidad.
"Esta... 'liberación' de la conciencia humana," explicó Enki, "esta siembra de conocimiento prohibido y de soberanía espiritual, fue una afrenta intolerable para los Primeros Creadores y para el orden cósmico que ellos y otras potencias, incluyendo facciones de los Netlin y Anunnaki, buscaban mantener. Hubo una intervención. Una guerra silenciosa, o una purga, cuyos detalles han sido borrados de casi todos los registros. Lilith desapareció, al igual que sus hijos directos, aunque su linaje y su conocimiento prohibido se filtraron como ríos subterráneos en las corrientes ocultas de la humanidad, dando origen a muchas de vuestras tradiciones mágicas y místicas más profundas y perseguidas."
"Amitiel fue juzgado por su propia especie o por un cónclave superior. Su amor se convirtió en ceniza, su idealismo en un cinismo gélido y una obsesión por un 'Orden' que aplastara cualquier atisbo de la libertad caótica y el poder interior que tanto había amado y desatado. Su actual alianza con Cthulhu, su deseo de un universo predecible, silencioso y perfectamente 'ordenado' bajo su yugo, es la sombra monstruosa de ese amor perdido, de esa rebelión fallida. Busca crear un cosmos donde una Lilith, con su espíritu indomable y su peligrosa verdad del 'Dios Interior', nunca más pueda existir para desafiarlo o recordarle la magnitud de su transgresión... y de su corazón roto."
El relato de Enki dejó al grupo en Cancún con una comprensión aún más profunda y aterradora de su enemigo. Amitiel no era solo un tirano cósmico; era un amante traicionado, un idealista caído, un ser cuya cruzada por el Orden Absoluto estaba impulsada por la herida más antigua y dolorosa del universo: la pérdida del amor y la supresión de la verdad. Esto lo hacía infinitamente más complejo, y quizás, trágicamente, aún más implacable.