La terraza dañada en la base de Cancún se había convertido en un pequeño santuario de quietud en medio del pandemónium. La confesión de Kaelen sobre su orfandad y el anhelo de un apoyo familiar había resonado profundamente en Aria, tejiendo un hilo invisible pero palpable entre ellos. El vasto cielo estrellado, antes un recordatorio de las amenazas cósmicas, ahora parecía acunar su frágil momento de conexión.
"Es curioso, ¿verdad?" murmuró Aria, su mirada perdida en el parpadeo distante de una nebulosa que ahora sabía podría albergar horrores o aliados desconocidos. "Pasamos nuestras vidas buscando un lugar al que pertenecer, una familia, y cuando el universo entero parece conspirar para destruirnos, es cuando encontramos estos... estos pequeños ecos de comprensión en los lugares más inesperados."
Kaelen asintió, girándose ligeramente hacia ella. La brisa marina, cargada con el olor a sal y la sutil pero persistente fetidez psíquica de Cthulhu, le revolvió el cabello. "Quizás es porque, cuando todo lo demás se despoja, cuando solo queda la supervivencia y el miedo, las verdades más simples son las únicas que importan." Su voz era más suave de lo habitual, desprovista de su usual bravuconería. "Y la verdad es, Aria, que me alegro de que estés aquí. Tu fuerza... la forma en que has crecido, esa luz que ahora irradias... es... asombrosa."
Había una admiración genuina en sus ojos, una calidez que hizo que Aria sintiera un rubor inesperado trepando por sus mejillas. Se encontraron sus miradas, y en la quietud de la noche, bajo la atenta mirada de estrellas indiferentes, el mundo pareció encogerse hasta contener solo a ellos dos.
Inconscientemente, se habían acercado. Kaelen, quizás en un impulso de consuelo o una audacia nacida de su confesión anterior, levantó una mano, como si fuera a apartar un mechón de cabello que el viento había llevado al rostro de Aria. Sus dedos rozaron los de ella, que descansaban sobre la barandilla de piedra.
Fue un toque breve, casi accidental, pero una corriente eléctrica pareció recorrerlos a ambos. Un calor súbito, una conciencia aguda del otro que trascendía la camaradería forjada en la batalla. Aria sintió que su corazón daba un vuelco, y el rubor en sus mejillas se intensificó. Kaelen se sonrojó también, una rojez visible incluso bajo la pálida luz de la luna, sus ojos ensanchándose ligeramente al darse cuenta de la chispa que había saltado entre ellos.
Por un instante, el tiempo se detuvo. La guerra, Cthulhu, los Netlin, todo se desvaneció. Solo existía la brisa, las estrellas y la promesa silenciosa en la mirada del otro.
Pero tan rápido como llegó, el momento se hizo añicos.
En la mente de Aria, una sirena de alarma comenzó a aullar. No, gritó una voz interior, fría y llena de un miedo antiguo. No puedo. Este calor... esta conexión... es un espejismo en el infierno que es mi vida. La imagen de su amiga de la infancia, su mente rota por la magia caótica de Aria, surgió con una claridad dolorosa. ¿Cómo podría Kaelen, con su luz inherente, con su espíritu a veces exasperante pero fundamentalmente bueno, estar a salvo cerca de mí? Mi magia es un torbellino impredecible. La oscuridad de Nyx me tocó profundamente, la sangre de los monstruos que hemos enfrentado y la que Drácula ha desatado... ¿acaso no me han manchado también de formas que aún no comprendo?
La responsabilidad la aplastó. Él merece a alguien que no sea un ancla de caos, alguien que no luche constantemente contra su propia naturaleza devoradora. El mundo se está acabando. ¿Y yo voy a permitirme pensar en... esto? ¿En la calidez de una mano, en la promesa de unos ojos? Sería egoísta. Sería... imperdonablemente peligroso. Para él.
Con un movimiento casi imperceptible pero cargado de una finalidad dolorosa, Aria retiró su mano, sus dedos rozando por última vez los de Kaelen antes de aferrarse a la fría piedra de la barandilla. Su rubor seguía allí, pero ahora era el rubor de la vergüenza y la negación. Apartó la mirada, clavándola en el oscuro y agitado mar.
Para Kaelen, la retirada de Aria fue como un golpe físico. El calor del momento se evaporó, dejando un vacío helado. Lo arruiné, pensó, su mente acelerándose con autocrítica. Fui un completo idiota. Ella... ella es Aria. La que se enfrenta a dioses y demonios, la que irradia esa nueva y extraña luz. Está destinada a cosas... grandes, aterradoras, más allá de mi comprensión. ¿Y yo? Solo soy Kaelen. El huérfano que juega con el viento, un truco de feria comparado con la magnitud de su ser, con los horrores que enfrenta y la fuerza que demuestra.
El miedo, diferente al de la batalla pero igual de paralizante, lo atenazó. Además, ¿en qué demonios estoy pensando? Mañana podríamos estar muertos, luchando por nuestras vidas en el corazón de un infierno subterráneo contra un dios loco y sus parientes angélicos traidores. Esto... este sentimiento... es una debilidad que no podemos permitirnos. Una distracción. Si me permito sentir algo más profundo por ella, y la pierdo... sería peor que cualquier monstruo, peor que cualquier final.
Retiró su propia mano como si la barandilla quemara, pasándosela nerviosamente por el pelo. Intentó una sonrisa casual, pero resultó ser una mueca tensa. "Eh..." carraspeó, su voz sonando extraña y forzada. "Hace... hace un poco de frío aquí fuera, ¿no crees? Deberíamos... deberíamos entrar. Intentar descansar un poco antes de... bueno, antes de todo lo que se nos viene encima."
Un silencio incómodo y denso como la noche misma cayó entre ellos. La magia del momento, tan prometedora, se había evaporado, dejando solo la amarga ceniza de lo que podría haber sido. La vasta e indiferente extensión del cosmos, con sus guerras y sus horrores, se precipitó de nuevo para llenar el espacio que su frágil conexión había intentado reclamar.
Sin decir una palabra más, Aria asintió rígidamente y se giró, caminando de regreso hacia la oscuridad del interior de la base. Kaelen la siguió unos momentos después, la distancia entre ellos ahora cargada de palabras no dichas y miedos recién despertados. La necesidad de saber qué giro daría la historia, si alguna vez superarían esas barreras autoimpuestas, era ahora una pregunta tan acuciante como la de la supervivencia misma del planeta.