La noche en Cancún había sido una tregua frágil y tensa, un breve interludio entre revelaciones cósmicas y la inminente partida hacia un infierno subterráneo. La decisión de viajar a la Tierra Hueca, de llevar la lucha al corazón del dominio de Cthulhu, se había asentado con el peso de una lápida sobre los supervivientes. El amanecer aún no había roto el horizonte, pero la base improvisada ya bullía con una actividad sombría y decidida.
Muchos de los magos y científicos, agotados hasta el límite, habían intentado robar algunas horas de sueño intranquilo, sus mentes aún procesando la historia de Lilith, la traición de Amitiel y la audaz, casi suicida, propuesta de los Lireanos. Pero el descanso era un lujo efímero.
En las zonas más oscuras y fortificadas de la base, los vampiros ya estaban en movimiento. El recuerdo de la reciente vulnerabilidad al sol, aunque parcialmente mitigado por la intervención de los Aluxes de Quetzal sobre los anillos, seguía siendo una herida abierta. Ahora, ante un viaje a un reino desconocido donde las leyes de la luz y la oscuridad podrían ser completamente diferentes, se preparaban con una meticulosidad nacida de siglos de supervivencia.
Drácula, con la nueva y terrible majestuosidad que su evolución caótica le había conferido, supervisaba personalmente a sus Castigadores mientras estos se equipaban. No con simples armas, sino con artefactos de una era olvidada: armaduras de obsidiana y plata negra, forjadas en la antigüedad por magos herreros que habían pactado con espíritus de la tierra y la noche. Cada pieza estaba grabada con runas que absorbían la luz y prometían dolor a lo profano. Drácula mismo se ajustaba unas grebas que parecían tejidas con sombras solidificadas, su tacto frío como la tumba. Estas reliquias, pensó, pasando una mano enguantada por una hombrera con forma de cabeza de murciélago estilizada, han probado su valor en mil batallas contra la luz y la locura. Que lo hagan una vez más.
Malakor, el vampiro-mago caótico, luchaba por encajar su forma ahora más volátil en una coraza de bronce oscuro que crepitaba con runas de contención elemental. La sangre Fae y el ritual oscuro lo habían calmado, pero la "maldita fuerza" seguía hirviendo bajo su piel, una promesa de destrucción controlada... o desatada.
Mientras tanto, en el improvisado santuario que Merlín había establecido en el corazón del laboratorio, los magos de Umbría hacían sus propios y solemnes preparativos. El aire olía a incienso arcano y al sutil hormigueo del ozono mágico. Alatar, el anciano adivino, con los ojos cerrados, trazaba patrones en el aire, buscando presagios en las corrientes de la Rejilla. La profesora Minerva, normalmente rodeada de hierbas y pociones curativas, ahora supervisaba la distribución de elixires de resistencia y claridad mental.
En el centro de la actividad, un pequeño grupo de los magos más experimentados, bajo la directa supervisión de Merlín, manejaba con extremo cuidado los artefactos más peligrosos y potentes de su arsenal. Un joven iniciado, con el rostro pálido por la responsabilidad, llevaba con manos temblorosas un cofre de madera de tejo reforzado con bandas de plata. De su interior, Merlín extrajo un volumen delgado, encuadernado en lo que parecía ser piel de serpiente antigua, sus páginas de un pergamino amarillento y quebradizo: una sección crucial de las Clavículas de Salomón. El libro irradiaba un poder denso y opresivo, un conocimiento tan profundo que su mera proximidad parecía alterar la percepción.
"Estos son los sellos y los llamados que podríamos necesitar para enfrentar a las entidades del Vacío, o para desterrar a los esbirros de Cthulhu si logramos debilitar su anclaje a este plano," explicó Merlín en voz baja a los magos que lo rodeaban, su tono grave. "Pero su uso es un arma de doble filo. Cada conjuro extrae un precio."
Aria y Kaelen también estaban despiertos, la tensión de su conversación nocturna aún flotando entre ellos como una sombra no invitada. Aria, sentada en posición de loto en un rincón, intentaba centrar su Chi, la luz esmeralda y dorada pulsando suavemente a su alrededor. Sentía el peso de las Clavículas en la sala, la fría determinación de los vampiros, los cánticos silenciosos de Quetzal y sus brujos en otra sección de la base. Cada preparación era un paso más hacia lo desconocido, hacia un enfrentamiento que desafiaba la imaginación.
Kaelen, por su parte, revisaba sus propios encantamientos de viento, sus guanteletes brillando con el poder de las tormentas contenidas. Observaba a Aria de vez en cuando, la confesión de su orfandad y el breve instante de conexión entre ellos ahora teñido por la cruda luz del peligro inminente. ¿Qué sentido tiene todo esto, pensó con una punzada de amargura, si no vamos a sobrevivir para verlo?
El aire de la madrugada en Cancún era una mezcla de sal marina, la promesa de un nuevo día que podría no llegar para muchos, y la palpable energía de la magia y la desesperación. Los preparativos estaban casi completos. La expedición a la Tierra Hueca, una misión suicida hacia el corazón de la locura, estaba a punto de comenzar. La pregunta que carcomía a todos, aunque nadie la pronunciara en voz alta, era cuántos de ellos regresarían para ver otro amanecer. La necesidad de saber qué les depararía ese descenso al abismo era un nudo helado en el estómago de cada ser consciente en la base.