He estado aquí antes.

El aire en la vasta caverna de la Tierra Hueca era espeso, cargado con el olor a ozono, a minerales desconocidos y a una antigüedad que oprimía los sentidos. El grupo que había cruzado el portal de sombras desde Cancún se encontraba ahora en un paisaje de pesadilla y maravilla: formaciones cristalinas que emitían una luz fosforescente pálida iluminaban bóvedas que se perdían en la penumbra superior, y extraños hongos gigantes palpitaban con vida propia. El silencio era casi absoluto, roto solo por el goteo distante de agua y la respiración contenida de los recién llegados.

Mientras Merlín, Quetzal y los demás evaluaban el entorno inmediato, asegurando el perímetro del inestable punto de salida del portal, Enki se quedó inmóvil, su dorada cabeza Anunnaki inclinada, sus ojos recorriendo las extrañas formaciones rocosas y los lejanos túneles que se adivinaban en la penumbra. Una expresión de profundo, casi doloroso reconocimiento se dibujó en sus facciones perfectas.

"Este lugar..." murmuró Enki, su voz apenas un susurro que, sin embargo, cortó el tenso silencio. "Las Cicatrices de Ki... así lo llamábamos en los anales prohibidos de Nibiru. Los ecos... son inconfundibles. He estado aquí antes."

Aria, que estaba cerca intentando sintonizar su magia con las extrañas energías del entorno, se giró hacia él con sorpresa. "¿Conoces estas profundidades, Enki?"

El Anunnaki asintió lentamente, su mirada perdida en un pasado de eones. "Sí, niña maga. Hace mucho, mucho tiempo, antes de que vuestra especie caminara erguida bajo el sol de la superficie, mi gente, los Anunnaki, recorrimos estas mismas entrañas de Gaia."

La escena a su alrededor pareció desvanecerse en su mente, reemplazada por imágenes de un pasado lejano y brutal. Se vio a sí mismo, más joven, sí, pero ya cargado con la responsabilidad de ser el principal científico y explorador de su pueblo, dirigiendo una vasta expedición minera Anunnaki. No estaban aquí por curiosidad, sino por una necesidad desesperada: el oro. El "Oro de los Dioses", como lo llamaban en Nibiru, no por su valor monetario, sino por sus propiedades únicas, esenciales para reparar la atmósfera agonizante de su mundo natal.

"Buscábamos el metal precioso que Anu tanto ansiaba," continuó Enki, su voz ahora resonando con el eco de aquellos tiempos, como si se dirigiera no solo al grupo presente, sino a los fantasmas de su pasado. "Y lo encontramos aquí, en estas profundidades, en una abundancia que superaba nuestros sueños más salvajes. Pero el precio... el precio era terrible."

Las imágenes en su mente eran vívidas: Anunnakis, sus hermanos y hermanas, ataviados con pesados trajes de exoprotección que apenas resistían las condiciones inhumanas. La presión aquí abajo no era solo la del peso de kilómetros de roca sobre sus cabezas. "Era una presión psíquica, dimensional," explicó Enki, su voz teñida de un antiguo horror. "El corazón joven de Gaia latía con una furia primordial, sus energías crudas y sin filtrar aplastaban los sentidos, erosionaban la cordura. El aire mismo parecía vibrar con los susurros de entidades subterráneas que nos observaban desde las sombras."

Vio de nuevo a los Anunnaki, muchos de ellos Igigi de castas inferiores, pero también Anunnaki de línea pura no acostumbrados a tal labor física, derrumbándose bajo el esfuerzo. Sus avanzadas herramientas de excavación fallaban bajo las extrañas fluctuaciones energéticas; los túneles que perforaban con láseres y ondas sónicas se volvían inestables, cobrando vidas. "Nuestra biología, sintonizada con las energías de Nibiru y el vacío sereno del espacio profundo, se rebelaba contra la densidad sofocante de estas profundidades. Vimos a los nuestros consumirse, sus espíritus quebrándose antes que sus cuerpos. Algunos enloquecían por el aislamiento, la oscuridad opresiva y los ecos de la mente de la Tierra. Otros sucumbían a extrañas enfermedades subterráneas, o a accidentes en las traicioneras galerías que cavábamos en busca del oro."

Enki se estremeció visiblemente, un gesto muy humano para un ser de su naturaleza. "Anu exigía cuotas cada vez mayores desde Nibiru. Enlil, mi hermano, supervisando las operaciones desde la superficie de Terra, enviaba directivas implacables, indiferente al sufrimiento mientras el oro fluyera hacia las naves de transporte. Pero yo estaba aquí, en estas fauces, con ellos. Vi el precio de nuestra supervivencia planetaria, y era la aniquilación lenta de mi propia gente."

Se detuvo, su mirada dorada encontrando la de Aria, luego la de Merlín, y finalmente la de los humanos del equipo de Elena. "Se me presentó una elección," dijo, su voz ahora cargada con el peso de una decisión que había cambiado el destino de dos mundos. "Continuar sacrificando a los Anunnaki en las profundidades de esta Tierra hambrienta, viendo cómo se marchitaban y morían lejos de la luz de nuestro propio sol... o encontrar otra solución. Una solución que, en aquel entonces, en mi desesperación por salvar a mi pueblo, me pareció pragmática, incluso... misericordiosa para con los Anunnaki."

"Nuestros exploradores en la superficie habían identificado a los Lullu, los 'hombres primitivos', vuestros ancestros directos, que vagaban por los valles y las sabanas. Eran... maleables. Increíblemente adaptables. Conectados a la energía de este planeta de una forma que nosotros, los alienígenas, nunca podríamos estarlo."

Enki respiró hondo, y la confesión final salió con una mezcla de antigua pena y fría lógica Anunnaki. "Fue entonces cuando tomé la decisión que ha marcado vuestra historia y la mía de forma indeleble. Propuse al Consejo de Nibiru la 'mejora' genética del Lullu. Sí, acelerar su evolución, dotarlos de una mayor conciencia para que pudieran comprender instrucciones complejas. Pero también... adaptarlos específicamente para el trabajo extenuante en estas minas. Fortalecer sus cuerpos para resistir la presión y las toxinas, simplificar ciertas funciones cognitivas superiores para asegurar la obediencia y la resistencia al trauma psíquico del entorno, aumentar su capacidad de trabajo hasta límites sobrehumanos."

"Les dimos la fuerza para soportar lo que nos estaba matando," dijo, su voz ahora desprovista de emoción, como si recitara un informe científico. "Les inculcamos el propósito de servirnos, de extraer el oro que necesitábamos. Los convertimos, sí," y sus ojos dorados se oscurecieron por un instante, "en vuestros ancestros esclavizados. Y así, dejamos de enviar a los Anunnaki a morir en estas profundidades. El oro fluyó hacia Nibiru. Y vuestra especie, la humanidad, nació en su forma actual de esa necesidad, de esa decisión mía de no permitir que mi propia raza sufriera más en estas fauces devoradoras."

Un silencio sepulcral siguió a sus palabras. Estaban de pie en el mismo lugar, o en uno muy similar, que había sido testigo del nacimiento de la humanidad como sirviente y del alivio de los Anunnaki. Las implicaciones de estar allí, en el origen de esa antigua herida, eran abrumadoras.

"Sí," repitió Enki, su mirada perdida en la inmensidad oscura de la caverna. "He estado aquí antes. Y este lugar... este lugar nunca ha dejado de cobrar su precio, de una forma u otra." La historia de la humanidad, y la de los Anunnaki, estaban inextricablemente unidas a la sangre y al oro de la Tierra Hueca.