Habían encontrado un nuevo mundo

Profundidades de la Tierra Hueca

Enlil se apoyó pesadamente contra una estalagmita que brillaba con extraños minerales, su respiración aún dificultosa, la sangre dorada Anunnaki manchando su armadura rota. Enki y el Lireano, Kael'Thara, lo observaban con una mezcla de preocupación y la urgencia de la situación. Acababan de llegar a este refugio improvisado tras la brutal batalla de Enlil contra las fuerzas de Cthulhu y los Netlin Luciferinos.

"Debemos reagruparnos, encontrar un lugar seguro donde puedas recuperarte, hermano," dijo Enki, su tono más suave de lo que Enlil había escuchado en milenios. "Y donde podamos planificar nuestro próximo movimiento. Tu conocimiento de esta batalla es vital."

Enlil tosió, una risa amarga escapando de sus labios. "¿Seguro? ¿Aquí abajo, Enki? Este es el corazón del dominio del Primigenio ahora. Cada sombra podría ocultar un horror."

Fue entonces cuando Enki lo miró con una intensidad que sorprendió a su hermano. "Tus legiones están dispersas, tu fuerza principal en la superficie ha sido diezmada por tu propia admisión. Pero conozco tu naturaleza, Enlil. Eres el estratega, el constructor de imperios. Nunca confiaste todos tus recursos, toda tu esperanza, a un solo frente, a una sola fortaleza en la superficie." Enki dio un paso más cerca. "Háblame de tu otro centro de mando. El que estableciste aquí, en las profundidades de Gaia, mucho antes de que Nyx soñara con su Tierra Hueca o los Primigenios agitaran sus pesadillas. ¿Aún es operativo? ¿Podemos ir allí? ¿Hay... armas, naves, tecnología Anunnaki que podamos usar contra nuestros múltiples enemigos?"

Un silencio atónito siguió a la pregunta de Enki. Kael'Thara, el Lireano, miró de un Anunnaki a otro, sintiendo la profunda corriente subterránea de una historia familiar y compleja. Incluso Enlil pareció sorprendido por un instante, sus ojos dorados entrecerrándose ante la astuta deducción de su hermano.

¿Revelar Ki'Gal? pensó Enlil, un torbellino de orgullo herido, pragmatismo y una desesperada necesidad de supervivencia luchando en su interior. Mi último bastión, el testamento del verdadero Orden Anunnaki, ¿abrirlo a mi hermano, el soñador, el que coqueteó con las filosofías de Alula, y a este... este espectro de Lira?

Pero la imagen de la aniquilación a manos de Cthulhu y los Luciferinos era demasiado reciente, demasiado vívida. Su orgullo era grande, pero su instinto de supervivencia, y quizás un retorcido sentido de responsabilidad por la continuación de la línea Anunnaki, era aún mayor.

"Sí," admitió finalmente, su voz un áspero raspón. "Existe... un lugar. Un refugio. Forjado no para una simple resistencia, sino para la preservación... y un eventual renacimiento." Luchó por ponerse en pie, Enki acudiendo instintivamente a ayudarlo, un gesto que no pasó desapercibido para Enlil. "Seguidme. El camino es... arduo. Y que quede claro, Anunnaki de Terra y tú, Lireano," su mirada se endureció, "entráis bajo mi autoridad y mis condiciones en mi dominio."

Guiados por un Enlil debilitado pero aún imponente, se adentraron aún más en las entrañas del planeta. Atravesaron túneles que parecían tallados por titanes, donde la gravedad fluctuaba extrañamente y el aire se volvía más denso, cargado de energías desconocidas. Finalmente, llegaron a la orilla de un vasto océano subterráneo. No era agua como la conocían; era un líquido espeso, oscuro como la obsidiana, pero iluminado desde sus profundidades por el brillo pulsante de extrañas criaturas abisales y formaciones cristalinas que emitían una luz fría y azulada. El "cielo" de esta inmensa caverna era una bóveda lejana, salpicada de lo que parecían ser estrellas atrapadas o vetas de minerales luminiscentes.

Enlil los condujo a una pequeña embarcación Anunnaki de transporte, dañada pero aún funcional, que había estado oculta en una ensenada. La nave se deslizó sobre el mar oscuro, adentrándose cada vez más en la inmensidad. A medida que avanzaban, la temperatura comenzó a descender drásticamente. El brillo azulado de las profundidades se volvió más intenso, y comenzaron a ver colosales formaciones de hielo flotando en el mar negro, como icebergs en un océano de pesadilla.

Finalmente, ante ellos, se alzó una visión que desafiaba la imaginación: un domo. Una cúpula perfecta y gigantesca, de kilómetros de diámetro, hecha de un hielo antiguo, casi negro en su densidad, pero que brillaba desde su interior con una luz cálida y dorada. Era como si un sol capturado latiera en su corazón.

"El Corazón de Hielo," murmuró Enlil, casi con reverencia. "Pocos Anunnaki, incluso de mi propia guardia, conocen el camino hasta aquí. Fue construido para resistir el fin de los tiempos."

La nave se detuvo ante una sección aparentemente sólida del domo de hielo. Enlil, con esfuerzo, levantó una mano y presionó una serie de glifos invisibles en su brazalete de mando. Hubo un profundo zumbido, y una sección del hielo, tan grande como una puerta de ciudadela, se volvió translúcida, luego líquida como mercurio, antes de abrirse en un portal iridiscente que emanaba luz, calor y el sonido de una música extraña y armoniosa.

Con un gesto de su cabeza, Enlil los invitó a entrar.

Al cruzar el umbral, la conmoción fue absoluta. De la fría y oscura desolación del mar subterráneo, emergieron a un mundo de belleza y orden imposibles. Se encontraban en el interior de una biosfera auto-contenida de proporciones titánicas. Un sol en miniatura, una maravilla de la ingeniería Anunnaki, flotaba en el centro de la vasta cúpula interior, bañando el paisaje con una luz dorada y vivificante.

Ciudades de cristal y metal blanco se elevaban en espirales elegantes, sus torres alcanzando casi la curvatura del techo interior. Jardines exuberantes, con flora de colores plateados, azules y cobrizos que ningún ojo humano había visto jamás, se extendían entre las estructuras, irrigados por ríos de lo que parecía ser luz líquida que fluía a través de canales de perfecta geometría. Pequeñas y elegantes naves Anunnaki, más parecidas a yates estelares que a máquinas de guerra, se deslizaban silenciosamente por los cielos interiores. Y entre los jardines y las plazas, se movían otros Anunnaki, no guerreros con armaduras de batalla, sino seres vestidos con túnicas fluidas, científicos, artistas, ingenieros, incluso familias con niños de ojos dorados que los miraban con curiosidad. Era un eco perfecto de Nibiru en su edad de oro, un fragmento de su mundo natal oculto en las entrañas más profundas de la Tierra.

Enki se detuvo, visiblemente conmovido, una emoción que rara vez permitía que se mostrara. "Hermano..." susurró, su voz llena de asombro. "Esto es... extraordinario. Un testimonio de tu visión, por muy... severa que sea. Has recreado un eco de nuestro hogar, aquí, en el corazón del exilio."

Kael'Thara, el Lireano, cuyos ojos oscuros lo abarcaban todo, estaba igualmente sin palabras. Su pueblo había perdido su mundo, sus ciudades convertidas en polvo estelar. Ver esto, una civilización entera prosperando en secreto, oculta de las guerras y los horrores del exterior, era una visión de una belleza dolorosa y una esperanza casi insoportable.

Enlil, a pesar de sus heridas y su reciente derrota, pareció erguirse un poco más, una chispa de su antiguo orgullo brillando en sus ojos. "Bienvenidos," declaró, su voz aún áspera pero con una nueva resonancia de autoridad recuperada, "a Ki'Gal. El último bastión del verdadero Orden Anunnaki. Aquí, quizás, no solo encontraremos descanso y armas... sino la voluntad para purgar este sistema solar, no solo de los Primigenios, sino también de los idealistas soñadores y los agentes del Caos que debilitan la verdadera grandeza de nuestra raza y de aquellos que podrían ser guiados correctamente."

Habían encontrado un nuevo mundo, un asombroso santuario de poder Anunnaki. Pero era el mundo de Enlil, forjado según sus principios de orden y control absolutos. La esperanza que ofrecía venía con la sombra implícita de su visión autoritaria. La fascinación inicial por la belleza de Ki'Gal pronto tendría que enfrentarse a la dura realidad de su propósito... y al precio de su alianza.