¿Qué querrían ahora de ellos estos monstruos que jugaban a ser dioses?

Profundidades del Búnker Alpino de las Trece Familias

Los guardias de élite, con sus armaduras negras y rifles de energía preparados, se detuvieron ante la celda que El Director había indicado en la videollamada momentos antes. El anciano mago de la celda anterior los observó con una mirada vacía mientras se alejaban.

"No," la voz metálica y sin inflexiones de El Director resonó de nuevo por los comunicadores internos de los guardias, el sonido amplificado en el corredor opresivo. Observaba cada movimiento a través de una miríada de cámaras ocultas, su presencia invisible pero total. "Esos... son reliquias, ecos de un pasado que ya no nos sirve para este propósito inmediato. Su magia es demasiado... dogmática, demasiado predecible, demasiado ligada a grimorios y rituales que podemos contrarrestar. La siguiente celda. La que está marcada con el sigilo de contención psiónica de nivel gamma. Quiero al primer par."

Los guardias, visiblemente tensos por el recuerdo del reciente pandemónium inducido por Cthulhu entre los prisioneros y por la naturaleza misma de las entidades que custodiaban, obedecieron con sombría eficiencia. Avanzaron por el pasillo, pasando junto a celdas de donde emanaban gruñidos guturales, susurros sibilantes o un silencio antinaturalmente denso. Llegaron a una puerta más pesada, reforzada con aleaciones desconocidas y pulsando con una tenue luz azulada proveniente de los inhibidores psiónicos.

Con un pesado siseo hidráulico, la puerta se deslizó hacia un lado, revelando el interior. No había ancianos decrépitos ni bestias rugientes. En su lugar, cuatro figuras estaban sentadas en el suelo desnudo, en silenciosa meditación o resignación. Dos hombres y dos mujeres, sus edades aparentes oscilando entre los cuarenta y los cincuenta años, aunque sus rostros llevaban la indeleble marca del cautiverio prolongado: una palidez cerúlea, ojeras profundas y una tristeza infinita en sus miradas. Sin embargo, bajo la fatiga y la desesperación, aún ardía una chispa de poder contenido, una energía vital que los inhibidores apenas lograban suprimir.

"Ellos," confirmó la voz de El Director. "Preparen al primer par. Hombre y mujer. Los curanderos de Catemaco."

Dos guardias entraron con cautela en la celda. Sus armas apuntaban, no directamente a los prisioneros, sino al espacio a su alrededor, listos para cualquier manifestación de poder. Indicaron a una de las mujeres y a uno de los hombres que se levantaran.

La mujer, Sofía, se incorporó con una gracia cansada. Su largo cabello oscuro, alguna vez seguramente una cascada brillante, ahora caía lacio y sin vida sobre sus hombros, enmarcando un rostro de rasgos finos y una belleza que ni el sufrimiento ni el cautiverio habían logrado borrar del todo. Sus ojos, de un profundo color avellana, que una vez debieron brillar con compasión y la energía de la sanación, ahora estaban velados por una tristeza insondable, aunque un destello de antigua rebeldía aún parpadeaba en sus profundidades. Sus manos, que alguna vez habían canalizado la vida y aliviado el dolor, ahora estaban quietas, pero no inertes; había una tensión en ellas, como si recordaran el poder que una vez fluyó a través de ellas.

El hombre a su lado, Diego, su esposo, se levantó con ella, un gesto protector. Era de complexión robusta, un hombre que parecía haber sido tallado en la misma tierra que una vez había sanado. Su rostro, anguloso y fuerte, estaba marcado por la preocupación, pero sus ojos, oscuros y observadores, aún retenían una calma profunda, la de alguien que ha visto más allá de las apariencias, que ha comprendido los ritmos ocultos de la vida y la enfermedad.

Mientras los guardias los instaban a salir, la mente de Sofía se deslizó hacia atrás, a un tiempo antes de estas paredes grises, antes del miedo constante. Se vio a sí misma y a Diego en Catemaco, Veracruz, el aire vibrante con la magia ancestral de los olmecas y la energía exuberante de la selva. Su hogar era una humilde cabaña, pero su "clínica" era el mundo mismo: bajo la sombra de una ceiba sagrada, junto a una cascada murmurante, o en las modestas casas de aquellos que acudían a ellos con el corazón lleno de desesperación y el cuerpo consumido por la enfermedad.

Recordó la sensación del K'uh, la energía vital, fluyendo a través de sus manos. No eran hechizos de grimorio ni rituales complejos. Era una comunión, una sintonización con la fuerza creadora. Vio de nuevo el rostro de una anciana cuyo cáncer de pulmón, un tumor oscuro y maligno que los médicos de la ciudad habían declarado inoperable, se había encogido y disuelto bajo sus toques combinados durante semanas de tratamiento paciente, hasta que la anciana pudo respirar de nuevo el aire puro de la sierra. Recordó a un joven devastado por el SIDA, su cuerpo un esqueleto, sus ojos sin esperanza, y cómo, poco a poco, con hierbas sagradas, cánticos que armonizaban el espíritu y la imposición de manos que transferían pura energía vital, había visto el color regresar a sus mejillas, la fuerza a sus miembros, la luz a su mirada. Enfermedades que la ciencia de la superficie llamaba "incurables" cedían ante su fe y su don.

Y lo hacían sin esperar nada a cambio. Su "pago" era la sonrisa de un niño que volvía a correr, las lágrimas de gratitud de una madre, un simple plato de frijoles y tortillas ofrecido con el corazón. Esa era su alegría, su misión.

Pero esa pureza, esa eficacia altruista, era una amenaza intolerable para los conglomerados farmacéuticos de las Trece Familias, para su sistema de salud global basado en la enfermedad cronificada y la dependencia de medicamentos costosos.

El recuerdo de la llegada de los hombres de negro era una cicatriz en su alma. Agentes del "Consorcio", educados pero con ojos de depredador, habían llegado a su humilde hogar. "Vuestro... 'trabajo' de caridad... ha llamado la atención de ciertos... intereses influyentes," había dicho el líder, su voz suave como la seda pero con un trasfondo de acero. "Intereses que valoran la... estabilidad... y la rentabilidad... del sistema de salud global. Vuestras 'curaciones milagrosas' están creando... disrupciones."

Sofía y Diego se habían negado a detenerse. "No podemos negar el don que se nos ha dado para aliviar el sufrimiento," había respondido Sofía con una dignidad tranquila pero inquebrantable.

El agente había sonreído fríamente, un gesto que no llegó a sus ojos. "Una verdadera lástima. Una nobleza admirable, pero imprudente." Entonces, otro agente había entrado, sosteniendo en brazos a su pequeño bebé, Leo, de apenas nueve meses, que gorgojeaba y extendía sus manitas regordetas hacia su madre.

El corazón de Sofía se había detenido.

"Un niño hermoso," había continuado el líder de los agentes, su voz aún suave, pero ahora cargada con el peso de una amenaza implacable. "Sería una tragedia indescriptible que su... potencial... su futuro... se viera truncado por la... terquedad de sus padres. Se os 'invita' cordialmente a continuar vuestras 'investigaciones' bajo nuestra... supervisión directa y exclusiva. En un lugar especialmente preparado donde vuestros talentos únicos puedan ser... 'apreciados', 'estudiados' y 'dirigidos' adecuadamente para el beneficio de nuestros patrocinadores. Si os negáis, o si intentáis alguna... imprudencia... nos aseguraremos, con gran pesar por supuesto, de que el pequeño Leo nunca celebre su primer cumpleaños. Y luego, vendremos por vosotros. Y os aseguro, vuestro final no será rápido ni piadoso."

La elección había sido una no-elección. El recuerdo de la carita sonriente de Leo, de sus manitas aferrándose a su dedo, era la cadena que los había arrastrado a esta prisión de alta tecnología en el corazón de los Alpes.

De vuelta en el presente, en el frío corredor del búnker, Sofía sintió un escalofrío. Los guardias los empujaron hacia adelante, hacia una sala de interrogatorios desconocida. El miedo por su hijo, cuyo destino desconocía desde aquel fatídico día, era un tormento constante. ¿Qué querrían ahora de ellos estos monstruos que jugaban a ser dioses?