Un ancla de amor en el oceano de su desesperación

Corredores del Búnker Alpino, Niveles de Contención -

Los pesados portones de la celda se deslizaron, y Sofía y Diego fueron empujados con brusquedad contenida por los guardias hacia el pasillo frío y esterilizado. El aire aquí abajo olía a metal, a desinfectante y a un miedo rancio y acumulado durante décadas. Mientras caminaban, flanqueados por los soldados de armadura negra, la mente de Sofía no estaba en el destino incierto que les esperaba en las salas de interrogatorio del Consejo, ni siquiera en el terror cósmico que asolaba el planeta. Su pensamiento, como una brújula rota buscando desesperadamente su norte, giraba en torno a una única y dolorosa imagen: el rostro de su hijo.

Leo... El nombre era un eco constante en su corazón, una herida que no dejaba de sangrar. Mi leoncito valiente... ¿dónde estarás? ¿Estarás a salvo?

Recordó, con una claridad que la partía en dos, los días felices y salvajes en su pequeña casa en lo profundo de la selva de Veracruz, tan lejos del llamado mundo civilizado. El aire allí olía a tierra húmeda, a orquídeas y a la promesa de lluvia. Diego había construido su hogar con sus propias manos, y ella lo había llenado con el aroma de hierbas curativas y el sonido de canciones antiguas. Y allí, en ese paraíso terrenal, había nacido Leo, bajo la mirada de la luna llena y el canto de los monos aulladores.

"Vivíamos tan apartados," pensó Sofía, un nudo apretándosele en la garganta, "tan inmersos en el ritmo sagrado de Gaia, en nuestras sanaciones, en el susurro de los espíritus de la selva, que el mundo 'oficial' con sus papeles timbrados y sus registros civiles parecía una realidad lejana, una ficción casi irrelevante. A nuestro Leo..." Su corazón se encogió. "Nunca lo llevamos al registro civil de Veracruz. No había un acta de nacimiento con sellos gubernamentales, ni un número de identificación, ni un miserable papel que probara su existencia para ellos, para el sistema que ahora nos tenía prisioneros."

En aquel entonces, esa decisión había sido un acto de libertad, de coherencia con su forma de vida. Querían que Leo creciera libre de las ataduras de un mundo que ellos consideraban enfermo y desconectado. Ahora, esa misma decisión se sentía como una terrible vulnerabilidad, una soga al cuello.

Los hombres de negro, los agentes del Consorcio que los habían arrancado de su paraíso, les habían hecho una promesa helada mientras se llevaban a su bebé. "Un niño con su potencial genético es un activo demasiado valioso para ser... desperdiciado," había siseado el líder, sus ojos como esquirlas de hielo. "Será... cuidado. Educado. Guiado hacia su máximo potencial... bajo nuestra tutela, por supuesto."

¿'Cuidado'? La palabra era una burla en boca de tales monstruos. ¿Qué significaba 'cuidar' para gente que quemaba laboratorios con sus ocupantes dentro para encubrir sus crímenes? ¿Un orfanato anónimo y esterilizado, dirigido por burócratas sin alma? ¿Un laboratorio de experimentación genética, donde su pequeño Leo sería reducido a un conjunto de datos y variables? ¿O, en el mejor de los casos, una 'familia adoptiva' cuidadosamente seleccionada por el Consorcio, leal a las Trece Familias, para moldearlo, para convertirlo en uno de ellos, borrando cualquier rastro de Sofía y Diego?

Y su nombre... este pensamiento era una daga que se retorcía en su corazón con cada paso que daba por el frío corredor del búnker. "Leo. Lo llamamos así por la fuerza del sol que da la vida, por la nobleza indómita del león que reinaba en las historias que Diego le contaba mientras lo acunaba bajo la ceiba sagrada. Pero si... si alguna vez logro volver a verlo... si sobrevivo a esta pesadilla y de alguna manera consigo escapar de este infierno de acero y piedra... ¿responderá siquiera a ese nombre?"

El miedo más profundo la atenazó. "¿O quienquiera que lo haya 'cuidado', esos monstruos sin alma que nos lo arrebataron, le habrá puesto otro nombre, uno elegido de sus propios y oscuros linajes? ¿Habrán respetado nuestra decisión, nuestra única y desesperada petición antes de que nos separaran de su calor, de su risa, de su pequeño cuerpo aferrado al nuestro? ¿O lo habrán rebautizado, borrando con un nuevo nombre incluso ese último y frágil vestigio de nosotros en su joven vida?"

La posibilidad era una tortura. Si lograba encontrarlo algún día, ¿cómo lo haría? Un niño sin rastro oficial en el mundo, con un nombre que quizás ya no era el suyo. Y la pregunta más aterradora de todas: "Si lo encuentro... ¿me reconocerá? ¿O seré solo una extraña con ojos llenos de un dolor que él no puede comprender, una desconocida que afirma ser su madre?"

Diego, caminando a su lado, sintió el temblor que recorría el cuerpo de Sofía. Extendió una mano y rozó la suya, un contacto breve pero lleno de una comprensión silenciosa y un dolor compartido. Él también cargaba con la misma angustia, la misma incertidumbre.

Sofía siguió caminando, cada eco de sus pasos en el corredor una cuenta atrás hacia un interrogatorio desconocido. Pero el verdadero tormento no estaba en lo que le pudieran hacer a ella, sino en la imagen de su pequeño Leo, solo, en manos de aquellos que veían a los seres humanos como meros activos o peones en su juego de poder global. "Leo," el nombre era una plegaria silenciosa en sus labios, un ancla de amor en el océano de su desesperación, la única luz en la oscuridad de su cautiverio.