Sierra Gorda, Querétaro, México - Domingo, 25 de mayo de 2025, 4:23 AM EST
Mientras en las profundidades del búnker alpino Isabel y Ricardo encontraban una sombría satisfacción en su sacrificio, a miles de kilómetros de distancia, en el corazón místico de México, la Sierra Gorda de Querétaro despertaba bajo un cielo aún tachonado de estrellas. Aquí, en un pliegue oculto del tiempo y el espacio, disimulada por la densa vegetación y antiguos encantamientos mayas y toltecas, una sección de una ladera rocosa brilló con una luz interna y luego se deslizó hacia un lado, revelando una entrada oscura.
La Hermandad Blanca seguía viva. En el interior de este santuario secreto, las enseñanzas arcanas sobre la manipulación de la energía universal, la sanación espiritual y la comunión con las fuerzas de la naturaleza continuaban impartiéndose a un pequeño pero devoto círculo de iniciados, ajenos en gran medida al cataclismo que se desarrollaba en el mundo exterior.
Pero lo que Isabel y Ricardo, en su lejana celda, no sabían – la dolorosa ironía de su valiente y caótica distracción – era que aquellos a quienes habían protegido con tanto fervor, aquellos por quienes habían ofrendado su libertad creyendo salvaguardar la cabeza de la Logia, no eran los ancianos y primordiales Maestros que ellos veneraban en sus recuerdos.
Los que habían logrado escapar de la persecución implacable del Consorcio y las Trece Familias gracias al sacrificio de sus leales guardianes eran, en realidad, una pareja mucho más joven, figuras de un linaje crucial dentro de la Hermandad, pero no sus líderes supremos. Eran Seraphina y Rafael.
Sus rostros, aunque ahora en la madurez de sus cuarenta y tantos años, llevaban las marcas indelebles de casi dos décadas de huida constante, de pérdidas y de un anhelo que nunca los abandonaba. El cabello de Seraphina, alguna vez de un rojo encendido como el de su hija, ahora estaba veteado de plata prematura, y sus ojos, de un verde esmeralda que reflejaban la misma luz que ahora brillaba en Aria, contenían una profunda sabiduría y una tristeza infinita. Rafael, a su lado, mantenía una fortaleza tranquila, pero la tensión alrededor de sus ojos y boca hablaba de años de vigilancia y de un dolor contenido.
Su historia era una de amor puesto a prueba por las fuerzas más oscuras del mundo, y de una separación que les había desgarrado el alma. Hacía casi veinte años, habían sido forzados a tomar una decisión imposible: para proteger a su única hija, una bebé de apenas cinco meses llamada Aria, de los mismos poderes que los cazaban, la habían dejado al cuidado de la única persona en quien podían confiar para protegerla y, quizás, guiar su incipiente y ya entonces extraordinariamente potente y peligrosa energía: la abuela materna de la niña, una Maestra de Umbría entonces muy respetada y poderosa, cuyo nombre era Eleonora.
Mientras Seraphina y Rafael huían alrededor del mundo, de un santuario oculto a otro, siempre un paso por delante de los implacables agentes del Consorcio, el recuerdo de su pequeña Aria, de sus manitas aferradas a sus dedos, de su risa inocente, era el faro que los guiaba y la herida que nunca cerraba. Su misión era preservar no solo sus vidas, sino también ciertos conocimientos y artefactos de la Hermandad Blanca que las Trece Familias codiciaban o temían.
Finalmente, sintiendo que las energías del mundo se convulsionaban de una manera sin precedentes, que el antiguo mal que la Hermandad siempre había temido y combatido en secreto estaba despertando con una furia inaudita, habían decidido arriesgarlo todo y regresar. Su primer y más desesperado objetivo: encontrar a Eleonora y reunirse con la hija que apenas recordaban como un bebé, pero cuyo rostro habían reconstruido mil veces en sus sueños.
Pero su regreso a México había sido una cadena de golpes desoladores. La antigua y aislada casa de Eleonora en el Bosque de la Primavera, cerca de Guadalajara, donde habían dejado a su pequeña Aria bajo un velo de protección mágica, no era más que ruinas ennegrecidas y frías, un eco silencioso de una batalla o una purga ocurrida hacía mucho tiempo. No había rastro de Eleonora ni de su hija.
Con el corazón encogido por el peor de los temores, habían viajado a su último refugio conocido, este santuario en la Sierra Gorda, el lugar donde esperaban encontrar el corazón palpitante de la Gran Hermandad Blanca, sus Maestros, sus hermanos y hermanas en la Luz.
Pero al llegar, al cruzar la puerta secreta que ahora se abría ante ellos, no encontraron la vibrante comunidad de adeptos que recordaban, ni a los Ancianos Maestros cuya sabiduría iluminaba sus consejos. Solo hallaron un puñado de fieles, manteniendo viva una llama moribunda en el altar principal, impartiendo las enseñanzas a unos pocos acólitos asustados. No había rastro de lo que fue la gran y poderosa Hermandad Blanca que ellos habían conocido.
Un pesar profundo, una tristeza que helaba el alma y amenazaba con quebrar su ya maltrecha esperanza, se apoderó de Seraphina y Rafael. El mundo que habían conocido, la Hermandad que era su familia, su propósito y su única esperanza para la humanidad, parecía haberse desvanecido o encogido hasta casi la extinción, justo en el momento en que el planeta más necesitaba su luz y su sabiduría. Estaban solos, con el fantasma de su hija perdida y la ceniza de su orden rota.