Santuario Élfico Lunar, Profundidades de la Tierra Hueca
En la quietud fosforescente del santuario élfico, Eleonora yacía inmóvil, su respiración apenas un susurro, la tormenta de Nyx aplacada en un sueño profundo y sanador gracias a la magia lunar y la energía terrenal de los Aluxes. Cerca, la vasta forma sombría de Poimandres, el Dragón Primordial del Caos, comenzaba a mostrar signos de una coherencia renovada. Sus múltiples ojos, antes brasas opacas de una furia herida, ahora se abrían lentamente, uno tras otro, cada uno reflejando la luz extraña de la caverna con una profundidad insondable.
Morgana Le Fay y Sorcha de la Mano Carmesí mantenían una vigilia tensa. Habían logrado traer a los dos seres caóticos a este remanso de paz relativa, pero la incertidumbre sobre su despertar las mantenía en vilo.
Fue entonces cuando Poimandres se movió, no con la violencia de la batalla, sino con la lentitud de una montaña despertando. Un sonido retumbó en la caverna, no un rugido de amenaza, sino algo más complejo: un coro de vibraciones que parecían ser tanto pensamiento como palabra, una resonancia que se sentía en el alma antes que en los oídos.
"El... ciclo... se retuerce... pero no se rompe..." la "voz" de Poimandres llenó el espacio, un eco de galaxias naciendo y muriendo. Sus ojos se posaron en Morgana, luego en Sorcha, reconociendo su presencia, su intervención. "Habéis... presenciado... mi debilidad. Pero la debilidad es solo la cáscara de una transformación."
Hizo una pausa, y el aire pareció espesarse con una antigüedad que empequeñecía incluso los milenios de Morgana o los recuerdos de las Hadas.
"La verdad," continuó Poimandres, y su forma de dragón pareció ondular, mostrando por instantes atisbos de otras geometrías, de otras existencias, "es que mi tiempo como este 'draco', esta encarnación del Caos que percibís... es solo una breve canción en la ópera de mi ser. Hay mucho, mucho que podría contarles de mi... viaje a través de las corrientes de la posibilidad."
Un nuevo brillo, no de furia, sino de una sabiduría insondable y quizás melancólica, iluminó sus ojos. "Hubo un tiempo, antes de que los eones se contaran como granos de arena en este universo joven, en que mi esencia vibraba con una melodía diferente. Fui yo," declaró, y la caverna pareció contener la respiración, "quien le compartió a Hermes, el que llamáis Trismegisto, la totalidad de sus conocimientos más profundos."
Morgana y Sorcha intercambiaron una mirada de absoluto asombro. ¿El Dragón del Caos, el aliado de Nyx, afirmaba ser la fuente de la sabiduría hermética?
"Ese mortal," prosiguió Poimandres, y en su voz cósmica había un dejo de... ¿afecto? ¿Respeto? "Ese buscador insaciable, extendió su conciencia más allá de los límites de vuestro sol, más allá de las cadenas de la materia. Y encontró mi vibración. No la de un dragón destructor, pues esa forma aún no era mi máscara principal en vuestra esfera. Me encontró como lo que era conocido entonces por los pocos iniciados que podían soportar mi presencia: 'El Divino Poimandres'. O, como él mismo, en su intento de comprender lo incomprensible, me llamó en sus textos más sagrados y secretos: Poimandres, la Mente Universal."
Imágenes, no visuales sino impresiones conceptuales de una vividez asombrosa, parecieron fluir de Poimandres hacia las mentes de las dos hechiceras. Vislumbraron vastas bibliotecas de luz, nebulosas tomando forma bajo la directriz de una conciencia inconcebible, la música de las esferas convirtiéndose en leyes de la creación.
"Yo le enseñé a Hermes Trismegisto," la voz de Poimandres era ahora como el susurro de las estrellas mismas, "los secretos de la creación del cosmos, la danza primordial de los elementos que vosotros apenas comenzáis a atisbar. Le mostré la naturaleza fractal del alma, su viaje inmortal a través de las esferas de la existencia, su anhelo de regresar a la Unidad. Lo guié, paso a paso, hacia la iluminación espiritual, abriendo para él los portales de la Alquimia Mayor: no la burda transmutación de metales sin valor, sino la sublime transmutación de la propia conciencia, la conversión de la ignorancia en sabiduría, del miedo en amor, de la separación en unidad."
"La Tabla Esmeralda," murmuró Morgana, sus ojos Fae brillando con una luz nueva y peligrosa, "la que Merlín atesora... ¿es...?"
"Un eco fragmentado," confirmó Poimandres. "Una destilación de las verdades eternas que susurré al alma despierta de Hermes. Fue él quien, con mi bendición y a veces, debo admitirlo, a pesar de mis advertencias sobre la inmadurez de vuestra raza para manejar tal poder, compartió esos fragmentos de luz con la humanidad. Él sentó las bases de todas vuestras tradiciones místicas genuinas, de vuestras escuelas esotéricas, de cada búsqueda sincera de la verdad que ha florecido y ha sido pisoteada en vuestro pequeño y turbulento mundo."
El Dragón del Caos, la bestia de Nyx, el supuesto heraldo de la destrucción, se reveló en ese instante no como un simple monstruo, sino como una de las fuentes primordiales de la más alta sabiduría espiritual de la humanidad. La contradicción era tan vasta, tan alucinante, que Morgana y Sorcha apenas podían respirar.
¿Por qué, entonces? ¿Por qué esta forma actual? ¿Por qué la alianza con Nyx, con el Caos devorador? ¿Qué había sucedido para que la Mente Universal se convirtiera en el Dragón que ahora luchaba por su vida en las entrañas de la Tierra?
Poimandres pareció sentir sus preguntas no formuladas. Sus múltiples ojos se cerraron lentamente, como si el esfuerzo de la revelación, o el peso de los eones, lo estuviera reclamando de nuevo. "La creación... y la destrucción... son dos caras de la misma... respiración cósmica," fue su último pensamiento transmitido antes de que su presencia se replegara de nuevo en un silencio profundo y expectante.
Morgana y Sorcha se miraron, la comprensión de que estaban ante un ser cuya complejidad y antigüedad superaban todo lo que habían imaginado dejándolas sin palabras. La guerra por la Tierra, ya de por sí un conflicto de dioses y monstruos, acababa de adquirir una dimensión teológica y filosófica que nadie podría haber previsto. Y el papel de Poimandres en ella era ahora el mayor de los enigmas.