En algún lugar de la vasta y árida extensión del Desierto de Chihuahua, México -
Mientras Eleonora luchaba con los fantasmas de su pasado en la Tierra Hueca y la base de Cancún se preparaba para un descenso a la locura, Seraphina y Rafael, los padres de Aria, emprendían su propia y desesperada peregrinación. La desolación que encontraron en su santuario de la Sierra Gorda en Querétaro los había dejado con el corazón roto pero con una determinación renovada: encontrar a su hija, y para ello, primero debían encontrar a Eleonora, la abuela de Aria, la única que podría saber el paradero de la joven maga.
Sus antiguas conexiones con la Hermandad Blanca, aunque menguadas, los guiaron a través de una intrincada red de pistas y conocimientos olvidados. Habían pasado días uniendo las piezas: consultando textos crípticos de la Logia, meditando en busca de visiones, e incluso recurriendo a contactos mundanos discretos para rastrear los últimos movimientos conocidos de la "verdadera" Eleonora antes de su desaparición hacía casi dos décadas. Todo apuntaba hacia el norte, hacia las vastas y solitarias extensiones del desierto de Chihuahua, un lugar de poder austero y el supuesto hogar de un linaje de chamanes antiguos, conocidos en los círculos más esotéricos como los seguidores de las enseñanzas de Don Juan Matus, los guardianes de un conocimiento que se decía que podía doblar la percepción y caminar entre los mundos.
Su viaje fue arduo y lleno de cautela. Se movían como sombras, evitando las rutas principales, conscientes de que los agentes del Consorcio o las Trece Familias podrían estar aún alerta a cualquier movimiento de los supervivientes de la Hermandad.
Finalmente, llegaron a la región indicada por sus pistas: un paisaje de una belleza desolada y sobrecogedora. Montañas de roca desnuda se alzaban como centinelas contra un cielo de un azul implacable. El sol golpeaba con una ferocidad que parecía evaporar el alma. El silencio era casi absoluto, un "silencio pavoroso" que, según las enseñanzas de Don Juan, estaba preñado de poder y de la presencia de lo incognoscible. El aire olía a creosota, a polvo ancestral y a la promesa de una tormenta lejana.
A medida que se adentraban, siguiendo no un sendero visible sino una intuición guiada por su propia sensibilidad mágica y las crípticas instrucciones que habían obtenido, Seraphina sintió un cambio. La realidad misma parecía... más delgada aquí. Las sombras danzaban de forma extraña en la periferia de su visión, el contorno de las montañas distantes parecía ondular sutilmente, y una sensación constante de ser observados por ojos invisibles y antiguos los envolvía. Era un "lugar de poder", sin duda.
No buscaban una aldea ni una estructura obvia. Las enseñanzas hablaban de que los verdaderos hombres y mujeres de conocimiento de esta tradición vivían en perfecta armonía con el desierto, sus moradas indistinguibles del paisaje mismo. Tras horas de búsqueda, siguiendo un patrón de formaciones rocosas que Rafael había memorizado de un viejo mapa de la Hermandad, encontraron lo que buscaban: una serie de cañones estrechos que se abrían a un pequeño valle oculto, casi invisible desde el exterior.
En el centro del valle, no había pirámides ni templos. Solo unas pocas y modestas construcciones de adobe que parecían haber brotado de la tierra misma, y el humo delgado de una fogata solitaria. El lugar irradiaba una quietud inmensa, una energía concentrada que era a la vez poderosa y profundamente pacífica.
Dos figuras estaban sentadas cerca de la fogata. Un anciano, con la piel curtida como el cuero viejo y arrugada como un mapa del propio desierto, sus ojos negros y brillantes como esquirlas de obsidiana, observándolos llegar sin sorpresa. A su lado, una mujer más joven, quizás en sus sesenta, con una serenidad similar, tejía algo con fibras de agave. No había ostentación de poder, solo una presencia impecable, una atención total al momento.
Seraphina y Rafael se acercaron con el mayor de los respetos, deteniéndose a una distancia prudencial. Rafael hizo una antigua señal de la Hermandad Blanca, un gesto de paz y búsqueda de conocimiento.
El anciano, que podría haber sido el mismísimo Don Elías de las leyendas o uno de sus herederos, simplemente los observó en silencio durante un largo momento, sus ojos pareciendo leer sus almas.
"Buscamos conocimiento, Ancianos Guardianes," dijo finalmente Seraphina, su voz un poco temblorosa a pesar de su resolución. "Sobre una mujer de gran poder y sabiduría, una sanadora llamada Eleonora, que fue guardiana de niños con dones especiales. Desapareció de nuestro mundo hace casi veinte años. Y sobre su nieta, Aria, nuestra hija, a quien dejamos bajo su cuidado y que ahora creemos que está en grave peligro, en el corazón de la tormenta que azota este planeta."
El anciano chamán asintió lentamente, sus ojos nunca apartándose de ellos. "Los hilos del destino se tejen de maneras extrañas y a menudo dolorosas," dijo finalmente, su voz grave y resonante como el viento del desierto. "Muchos buscan respuestas cuando el mundo se quiebra y los antiguos horrores despiertan de su letargo. La mujer que llamáis Eleonora... su luz fue una estrella fugaz en un tiempo oscuro. Y la niña... la que lleva el fuego del amanecer en su cabello y la verdad de la tierra en su espíritu... su destino está entrelazado con el vuestro de maneras que apenas comenzáis a comprender."
Seraphina y Rafael sintieron una oleada de esperanza, tan intensa que era casi dolorosa. Estos chamanes, estos seguidores del legendario Don Juan, parecían saber. ¿Tendrían ellos las respuestas que tanto anhelaban? ¿Podrían guiarlos hacia Eleonora, o hacia su hija Aria, antes de que fuera demasiado tarde?
El desierto guardaba sus secretos, pero por primera vez en mucho tiempo, Seraphina y Rafael sintieron que quizás, solo quizás, habían encontrado un sendero en medio de la desolación. La necesidad de saber más, de descubrir qué sabían estos enigmáticos guardianes del conocimiento antiguo, era una llama que ardía con fuerza en sus corazones.