Desierto de Chihuahua, México
La esperanza, frágil como una flor del desierto, había brotado en los corazones de Seraphina y Rafael ante las palabras del anciano chamán, Don Elías. Que conociera a Eleonora, que hablara de Aria con tal certeza, era más de lo que se habían atrevido a esperar.
Don Elías los observó con sus ojos negros, profundos e insondables como el cielo nocturno del desierto. "Las respuestas que buscáis," dijo finalmente, su voz grave y resonante, un eco de la tierra misma, "no se encuentran en las palabras apresuradas de un viejo chamán bajo el sol del mediodía, ni en los ecos confusos del mundo que habéis dejado atrás, ese que ahora se retuerce en las garras de antiguos miedos."
Se levantó con una agilidad que desmentía sus incontables años, su sencilla manta de lana moviéndose con él como si fuera parte de su ser. La mujer chamán más joven, que había permanecido en silencio tejiendo, también se incorporó, sus movimientos fluidos y silenciosos.
"Para encontrar lo que se ha perdido y comprender lo que está por venir," continuó Don Elías, "debemos ir a la Zona del Silencio. Es un lugar... especial, sagrado para nuestro linaje desde antes que el tiempo se midiera en soles y lunas. Un pliegue en la piel del desierto donde el aliento del mundo se detiene, donde el tiempo no danza al mismo son que en vuestro apresurado mundo. Ahí, el tiempo mismo parece suspenderse, o fluir de maneras que la mente ordinaria no puede comprender, y las respuestas... las respuestas llegan, pero no siempre como preguntas formuladas y contestadas, sino como comprensiones directas, como relámpagos de claridad, como susurros del espíritu del mundo que se imprimen en el alma."
Sin esperar respuesta, Don Elías comenzó a caminar, no por un sendero marcado, sino directamente hacia una sección del desierto que parecía particularmente árida y desolada, un laberinto de rocas erosionadas y arena barrida por el viento. Seraphina y Rafael intercambiaron una mirada cargada de aprensión y una desesperada determinación, y lo siguieron, la joven chamán cerrando la pequeña comitiva.
El camino, al principio, era solo el desierto en su crudeza. El sol golpeaba sin piedad, el aire era seco y caliente, y el único sonido era el crujido de sus pasos sobre la grava y la arena, y el silbido ocasional del viento entre las rocas.
¿A dónde nos lleva? pensó Seraphina, un escalofrío recorriéndola a pesar del calor abrasador. El cansancio del viaje, la angustia por Aria, la tensión de estar constantemente huyendo, comenzaban a pesarle. Este desierto es infinito, un horno. ¿Podrá este anciano realmente guiarnos hacia alguna respuesta, o solo nos estamos adentrando más en una trampa de espejismos y desesperación? Pero entonces recordó la mirada de Don Elías, la certeza en su voz. Confía en el camino, me dijo una vez mi propia maestra de la Hermandad Blanca, cuando la duda me consumía. A veces, el sendero más extraño, el que desafía toda lógica, es el que lleva a la verdad más profunda. Apretó los puños y siguió adelante.
A medida que avanzaban, el paisaje comenzó a transformarse de maneras sutiles pero profundamente inquietantes. La calidad de la luz adquirió un matiz extraño, a la vez más nítido y más irreal, como si estuvieran viendo el mundo a través de un cristal antiguo y ligeramente distorsionado. Las sombras se alargaban y acortaban de forma errática, desvinculadas del movimiento aparente del sol. Las distancias se volvían engañosas: una montaña lejana de repente parecía estar al alcance de la mano, solo para retroceder de nuevo a un horizonte inalcanzable. Las formaciones rocosas, antes simples piedras erosionadas, ahora parecían adquirir rostros grotescos o siluetas de animales desconocidos que los observaban pasar en silencio.
Rafael, siempre el más pragmático, el ancla de razón para la magia más intuitiva de Seraphina, luchaba contra una creciente sensación de irrealidad. Este lugar... no obedece las leyes que conozco, pensó, su instinto de protector en alerta máxima. La magia de este chamán es salvaje, impredecible, como el propio desierto. Muy diferente a la disciplina ordenada y la luz serena de la Hermandad. ¿Nos está llevando hacia respuestas genuinas, o hacia la locura que a veces acecha en el corazón de los lugares de poder indómitos? Miró a Seraphina, vio la mezcla de esperanza y temor en sus ojos. Por ella, por el recuerdo de Aria, debo ser fuerte. Debo enfrentar lo que venga. Si este 'lugar donde el tiempo se detiene' tiene la más mínima posibilidad de devolvernos a nuestra hija, o de darnos una forma de ayudarla, entonces caminaré hacia él, aunque cada fibra de mi ser grite peligro y sinsentido.
El silencio se profundizó. Ya no era la ausencia de sonido, sino una cualidad palpable, una presencia que presionaba contra sus tímpanos y sus mentes. Incluso el viento parecía haberse detenido, o susurraba en frecuencias que no podían oír conscientemente, pero que sentían como una vibración en los huesos. Los colores del desierto – los ocres, los rojos, los violetas de las sombras – vibraban con una intensidad antinatural, casi dolorosa a la vista.
Don Elías se detuvo finalmente al borde de un cañón estrecho y profundo, cuyas paredes parecían talladas con una geometría imposible. El aire que emanaba del cañón era notablemente más frío, y vibraba con una energía que hacía que el vello de la nuca se erizara.
"Estamos cerca," anunció el anciano chamán, su voz apenas un murmullo que, sin embargo, cortó el silencio opresivo. "La Zona del Silencio no es un lugar al que se 'llega' en el sentido ordinario de vuestro mundo. Es un estado del ser al que se 'entra', un umbral de la percepción." Señaló hacia la entrada del cañón, que parecía pulsar con una oscuridad invitante y aterradora a la vez. "Preparen sus espíritus. Vacíen sus mentes de expectativas y miedos preconcebidos. Abran sus corazones a lo que Es, no a lo que deseáis que sea. Y no teman al silencio que encontrarán dentro... teman solo a las respuestas que quizás no estén preparados para escuchar, o a los ecos de vuestra propia alma que el silencio os devolverá."
Seraphina y Rafael intercambiaron una última mirada, una mezcla de esperanza febril, terror ancestral y una inquebrantable determinación nacida del amor por su hija perdida. Estaban a punto de cruzar un umbral hacia lo desconocido, hacia un lugar donde las reglas de su realidad ya no aplicaban. Y en el silencio que les esperaba, rezaban por encontrar no solo respuestas, sino también la fuerza para enfrentarlas.