La zona del silencio los está reclamando

Umbral de la Zona del Silencio, Desierto de Chihuahua, México

Con una mezcla de temor reverencial y una desesperación que ahogaba cualquier otra consideración, Seraphina y Rafael siguieron a Don Elías y a la joven chamana hacia la boca oscura del cañón que el anciano había señalado como la entrada a la Zona del Silencio. El aire que emanaba de la fisura en la roca era notablemente más frío, y llevaba consigo un silencio tan profundo que hacía que el zumbido en sus oídos, antes imperceptible, se volviera casi un clamor.

Dieron los primeros pasos dentro del cañón, y el mundo exterior pareció desvanecerse tras ellos, no tanto por la distancia física como por una sutil pero innegable alteración en la atmósfera. La luz del sol del desierto, que antes se filtraba entre las rocas, aquí se volvía difusa, extraña, como si atravesara un medio desconocido. Las sombras eran más profundas, los colores más intensos y, a la vez, de alguna manera, apagados.

Rafael, por instinto y por la costumbre de años de moverse por terrenos peligrosos, sacó una pequeña brújula de supervivencia de su bolsillo, un instrumento fiable que lo había guiado en incontables ocasiones. La aguja, en lugar de señalar el norte magnético, comenzó a girar erráticamente, primero con lentitud, luego con una velocidad frenética, como una bailarina enloquecida, hasta quedar vibrando sin rumbo fijo.

"Seraphina... mira esto," murmuró, mostrándole el instrumento. "Los campos magnéticos aquí están... completamente trastornados. O, simplemente, no existen como los conocemos en el mundo exterior."

Seraphina asintió, sintiendo un nudo de aprensión en el estómago. Intentó activar su pequeño comunicador satelital encriptado, un dispositivo que la Hermandad Blanca les había proporcionado y que había funcionado incluso en los rincones más remotos de la Sierra Gorda. La pantalla parpadeó débilmente una vez, mostró una serie de símbolos sin sentido, y luego se apagó por completo. "El mío también," dijo con voz queda. "Sin señal. Completamente muerto. Estamos... aislados del mundo que dejamos atrás." La sensación de estar irrevocablemente separados, de haber cruzado un umbral hacia lo verdaderamente desconocido, se hizo más fuerte.

Pero la alteración más profunda, la más inquietante, fue la del tiempo.

Avanzaron por el cañón, cuyas paredes de roca parecían susurrar con el aliento de eones, mostrando vetas de minerales que brillaban con luces internas imposibles. Caminaron durante lo que a Seraphina le parecieron solo unos pocos minutos, quizás diez o quince, absorta en la extrañeza del lugar y en la tensión de su búsqueda. Sin embargo, cuando Rafael, por una costumbre arraigada de soldado y explorador, miró el cronómetro de su robusto reloj de supervivencia –un modelo analógico que, milagrosamente, aún funcionaba–, ahogó una exclamación.

"Imposible," dijo, mostrando la esfera a Seraphina. "Apenas... apenas han pasado sesenta segundos desde que entramos al cañón."

Seraphina lo miró, luego a su propio reloj, que confirmaba la increíble discrepancia. Los minutos aquí se estiraban, se volvían densos, cada segundo parecía contener una infinidad de instantes. Una conversación breve se sentía como un largo discurso. Un pensamiento fugaz adquiría el peso de una meditación profunda. Notaron con creciente asombro cómo los minutos en ese lugar duraban mucho más de lo habitual, o quizás, más aterrador aún, su percepción misma del flujo temporal se estaba desmoronando, siendo reescrita por las leyes incomprensibles de la Zona del Silencio.

El tiempo... se dobla sobre sí mismo aquí, pensó Seraphina, el recuerdo de las palabras de Don Elías resonando en su mente. Como si hubiéramos entrado en un sueño lúcido, o en el corazón de un recuerdo petrificado. ¿Qué clase de poder reside en este lugar, capaz de alterar la corriente misma de la existencia? ¿Y qué verdades nos mostrará un santuario donde los relojes mienten y los instantes se vuelven eternos?

Rafael, a su lado, luchaba por mantener su compostura pragmática. Esto desafía toda lógica, toda la física que conozco, pensó, sintiendo cómo el vello de su nuca se erizaba. La brújula, el satélite, el tiempo... todo se quiebra aquí, se vuelve maleable. ¿Estamos caminando hacia la sabiduría que buscamos... o hacia la disolución de nuestra propia y frágil realidad en un mar de paradojas?

Don Elías y la joven chamana, sin embargo, caminaban con una calma imperturbable, sus pasos seguros y rítmicos, como si estuvieran perfectamente en sintonía con este fluir temporal alterado. El anciano incluso se giró una vez, y en sus ojos oscuros, Seraphina creyó ver un destello de comprensión, quizás incluso de compasión, ante su evidente desorientación.

Continuaron adentrándose en el cañón, cada paso llevándolos más lejos del mundo conocido y más profundamente en el misterio. La Zona del Silencio los estaba reclamando, y con cada minuto que se estiraba en una eternidad, la promesa de respuestas se mezclaba con el terror creciente a lo que esas respuestas podrían revelar sobre Eleonora, sobre Aria, y sobre la naturaleza misma de la realidad que creían conocer.