Desierto de Chihuahua, México - Salida de la Zona del Silencio -
Con el peso de las revelaciones de Don Elías y la extraña resonancia de la Zona del Silencio aún vibrando en sus almas, Seraphina y Rafael se despidieron del anciano chamán y de su joven compañera. El sol del desierto golpeaba con fuerza, un agudo contraste con la intemporalidad del cañón del que acababan de emerger.
"Que vuestros corazones encuentren la verdad que buscáis," les dijo Don Elías a modo de despedida, sus ojos negros conteniendo una sabiduría que parecía tan vasta como el propio desierto, "y que vuestros espíritus tengan la fortaleza para soportarla cuando la halléis. El camino hacia la Ciudad de los Palacios (Ciudad de México) estará plagado de ecos y sombras. No confiéis en las apariencias."
Agradecieron al chamán con una profunda inclinación, un respeto nacido de la extraña y poderosa experiencia vivida. El viaje de regreso a través del paisaje alterado, y luego por el desierto más mundano hasta donde habían logrado ocultar un vehículo todoterreno resistente, fue silencioso, cada uno perdido en sus propios pensamientos. La fatiga, tanto física como psíquica, era una losa sobre ellos.
"La Ciudad de México..." murmuró Rafael mientras arrancaba el motor del vehículo, el sonido un estruendo profano en la quietud del desierto. "Un monstruo de asfalto y millones de almas. Encontrar los rastros de un científico desaparecido hace décadas, mientras nosotros mismos somos cazados... será como buscar una aguja en un pajar cósmico." El largo viaje en carro que tendrían que emprender ahora se extendía ante ellos como una prueba más a su resistencia.
Seraphina asintió, sus ojos fijos en el horizonte vibrante por el calor. "Lo sé. Y llegaremos agotados. Pero antes de enfrentarnos a ese laberinto, hay un lugar... una parada rápida en Querétaro que debemos hacer."
Rafael la miró, inquisitivo.
"¿Recuerdas los anales de la Hermandad?" continuó Seraphina. "Hablan de un antiguo lugar de poder chamánico a las afueras de la ciudad de Querétaro, cerca de las primeras estribaciones de la Sierra Gorda. Un lugar que los Nahuales Guardianes de la línea Tolteca usaban para imbuir artefactos con la energía de la tierra y el espíritu del viento. Se dice que allí se conservan runas de protección y otras cosas que podrían sernos útiles para lo que se avecina, por cualquier imprevisto en el camino hacia nuevas respuestas."
"Un desvío," consideró Rafael, "pero uno que podría darnos una ventaja. De acuerdo. A Querétaro primero. Necesitaremos toda la ayuda, visible e invisible, que podamos encontrar."
El viaje fue brutal. Horas interminables por carreteras polvorientas y autopistas transitadas, siempre vigilantes, siempre conscientes de que cualquier error podría alertar a sus perseguidores. El cansancio se acumulaba, pero la urgencia de su misión y la nueva pista sobre Jacobo Grinberg los impulsaba hacia adelante.
Al caer la tarde del día siguiente, llegaron a las afueras de Querétaro. Siguiendo las antiguas descripciones de los textos de la Hermandad, se desviaron por un camino de tierra apenas transitado que serpenteaba hacia unas colinas bajas cubiertas de nopales y mezquites. El aire aquí ya se sentía diferente, más limpio, vibrando con una energía sutil.
El lugar mágico no era una ruina imponente ni un templo ostentoso. Era un pequeño cañón escondido, casi invisible desde el camino, al fondo del cual crecía un bosquecillo de ahuehuetes ancestrales alrededor de un manantial que brotaba de la roca viva. El sitio estaba imbuido de una paz profunda y un poder elemental que resonaba con su propia magia.
Tras realizar un breve ritual de respeto y permiso que la Hermandad compartía con los antiguos linajes de la tierra, Seraphina y Rafael se adentraron en una cueva poco profunda oculta detrás de la cascada del manantial. En su interior, sobre un altar de piedra natural, encontraron lo que buscaban.
No eran tesoros de oro, sino objetos de un poder más sutil y profundo. Un conjunto de pequeñas runas talladas en obsidiana pulida y jade lechoso, cada una con un glifo que representaba fuerzas de la naturaleza o conceptos espirituales: la Serpiente Emplumada para la claridad de visión y la sabiduría, el Corazón del Monte para la resistencia y el arraigo, el Viento Nocturno para el sigilo y el engaño de los sentidos. También había pequeñas bolsas de cuero llenas de hierbas secas y resinas aromáticas de la Sierra Gorda, conocidas por sus propiedades purificadoras y de fortalecimiento espiritual. Un par de cantos rodados, perfectamente lisos, que al sostenerlos vibraban con una energía calmante y protectora.
"Herramientas de nuestros antepasados en la senda del conocimiento," susurró Rafael, tomando una runa del Jaguar que prometía fuerza y la capacidad de caminar entre las sombras.
Seraphina eligió un pequeño espejo de obsidiana pulida, no más grande que la palma de su mano, que según las leyendas podía desviar la mala voluntad y, si se usaba con la intención correcta, mostrar breves atisbos de la verdad oculta.
Con estos pequeños pero potentes artefactos cuidadosamente guardados, y sintiéndose espiritualmente algo más fortalecidos, aunque sus cuerpos clamaban por descanso, Seraphina y Rafael se prepararon para la siguiente y más peligrosa etapa de su viaje. La Ciudad de México, con sus millones de almas y sus incontables secretos, los esperaba. Y con ella, la esperanza de encontrar respuestas sobre Jacobo Grinberg, sobre Eleonora, y quizás, sobre el camino para salvar a su hija Aria.