El unicornio negro

Carretera Costera del Golfo, Cerca de Catemaco, Veracruz -

Días después de su inquietante confirmación en Tampico, donde las teorías de Jacobo Grinberg sobre la manipulación de la frecuencia planetaria a través del consumo masivo y la industria petrolera habían cobrado una forma aterradora, Seraphina y Rafael continuaban su arduo viaje hacia el sur. Su destino ahora era Chiapas, siguiendo el nuevo y perturbador hilo que Grinberg había dejado. El vehículo todoterreno, su único refugio en este mundo hostil, avanzaba con dificultad por una carretera secundaria que culebreaba a lo largo de la exuberante y húmeda costa veracruzana, pasando ahora cerca de la legendaria región de Catemaco, un lugar que ambos conocían de sus antiguas andanzas con la Hermandad Blanca por su poderosa y a veces peligrosa energía telúrica.

Estaban atravesando un tramo particularmente aislado, con la selva esmeralda apretándose contra el asfalto agrietado como si quisiera devorarlo, cuando una serie de sacudidas violentas los estremeció. Rafael luchó con el volante mientras el vehículo se desviaba peligrosamente antes de detenerse con un gemido metálico y el inconfundible sonido de llantas desinflándose.

"¡Mala suerte!" exclamó Rafael, bajando para inspeccionar con el ceño fruncido. La frustración era evidente en su voz. "¡No una, sino las dos llantas del lado derecho! ¡Reventadas! Esto no es casualidad, Seraphina. Siento... una interferencia extraña, como si el camino mismo se resistiera a nuestro paso."

Estaban varados, en efecto. En medio de la nada aparente, con la selva impenetrable a un lado y el vasto Golfo de México extendiéndose hasta el horizonte al otro. La sensación de vulnerabilidad, de estar expuestos, era palpable y opresiva.

Mientras Rafael comenzaba a sacar las herramientas del maletero, resignado a la ardua tarea de intentar cambiar al menos una de las llantas, una figura emergió silenciosamente de entre el denso follaje esmeralda, como si la propia selva le hubiera dado forma y permiso para manifestarse. No hizo el menor ruido al acercarse, moviéndose con la gracia fluida de un jaguar.

No era un anciano, como Don Elías. Este era un hombre joven, quizás en sus veintitantos o principios de los treinta. Su largo cabello negro, lacio y brillante como las plumas de un cuervo, estaba recogido en una sencilla coleta. Vestía ropas oscuras y funcionales, adaptadas al entorno selvático, pero adornadas con sutiles bordados de patrones geométricos que Seraphina reconoció como antiguos símbolos de poder y protección. Sus rasgos eran finos, de una belleza casi felina, pero eran sus ojos los que capturaban la atención: increíblemente oscuros, profundos como la noche sin luna, y brillaban con una inteligencia sagaz, una pizca de travesura ancestral y un poder que parecía extraerse directamente del corazón palpitante de la tierra. Un pequeño pendiente de obsidiana pulida, con la forma de una espiral galáctica, colgaba de su oreja izquierda.

"Parece que el camino se les complicó un poco, viajeros," dijo el joven, su voz calmada, con una resonancia profunda y melódica que parecía extrañamente en sintonía con el murmullo de la selva. No había sorpresa en su tono al encontrarlos allí. "A veces, los guardianes de estos senderos antiguos se ponen... juguetones con los que llevan prisa."

Seraphina y Rafael se pusieron instintivamente en guardia, aunque la energía que emanaba del joven no era hostil, sino de una inmensa y tranquila potencia.

"¿Quién eres tú?" preguntó Rafael, su mano discretamente cerca de la runa del Jaguar que había tomado en Querétaro.

El joven sonrió levemente, una sonrisa que no llegaba del todo a sus ojos insondables. "Algunos me llaman el Guardián del Umbral Escondido. Otros, el Eco de la Serpiente Emplumada. Pero en los círculos donde la magia verdadera aún respira y no se ha olvidado, se me conoce como El Unicornio Negro." El nombre, aunque peculiar para su apariencia, flotó en el aire cargado de humedad con un peso innegable.

Sin esperar más, se acercó a las llantas reventadas. Con una destreza sorprendente y usando herramientas que parecían tan simples como antiguas, o quizás con una sutil manipulación de la materia que apenas sus sentidos entrenados pudieron percibir, las llantas comenzaron a repararse, las rasgaduras sellándose, el aire volviendo a inflarlas como por arte de magia. En cuestión de minutos, que parecieron un suspiro en la densa atmósfera, estaban como nuevas.

"La energía que portan..." dijo el Unicornio Negro mientras se erguía, limpiándose las manos en su pantalón oscuro, sus ojos ahora fijos en ellos con una intensidad que los traspasaba. "Es fuerte. De la Vieja Hermandad, si mi percepción no me falla. Buscan algo... o a alguien... con una urgencia que casi quema el aire." Reconocía su magia, su linaje espiritual, con una facilidad desconcertante.

Seraphina ahogó un grito ahogado. "Usted... usted sabe de nosotros. ¿Sabe de nuestra hija... de Aria?"

El Unicornio Negro asintió lentamente, una expresión de profunda comprensión en su joven rostro. "La joven de cabello de fuego y espíritu de estrella errante... sí, su esencia brilla con una fuerza particular en la Rejilla del Mundo, incluso a través del caos que ahora envuelve a Terra. Está cerca de su despertar completo, de reclamar el poder que duerme en lo más profundo de su sangre y su alma." Una leve sonrisa, ahora más cálida y genuina, tocó sus labios. "No pierdan la fe. Los lazos de sangre y espíritu son los más fuertes del universo. La encontrarán, y quizás más pronto de lo que ahora mismo pueden creer, si siguen con valor el canto de su propio corazón y las señales que la misma Madre Tierra les ofrece en el camino."

Sus palabras, crípticas pero llenas de una extraña y tranquilizadora certeza, fueron como un bálsamo para sus almas heridas y agotadas.

"Sus palabras... nos devuelven una esperanza que creíamos casi extinguida, Joven Guardián," dijo Seraphina, y por primera vez en días, sintió que sus ojos se humedecían con algo más que desesperación. "¿Cómo podremos agradecerle su ayuda... y este consuelo inesperado?"

El Unicornio Negro sacudió la cabeza. "El mejor agradecimiento es que sigan su camino con entereza y sabiduría. Sin embargo..." De una pequeña bolsa de cuero que llevaba al cinto, extrajo dos pequeñas piedras de un negro profundo y veteado, lisas y frías al tacto, que parecían absorber la luz. "Tomen esto. Son Lágrimas de Obsidiana del Corazón del Volcán Sagrado. Si alguna vez el destino vuelve a enredar nuestros senderos de forma inesperada, o si necesitan un susurro de guía en la oscuridad más profunda, sosténganlas con fuerza y piensen en mí. Sabré encontrar su llamado." Aceptó con un leve asentimiento un pequeño talismán de la Hermandad Blanca, un disco de jade grabado con la Serpiente Emplumada, que Rafael le ofreció a cambio. "Y yo," dijo, guardando el talismán, "sabré cómo contactar a los Hijos de la Serpiente Emplumada si la necesidad surge. La red de aquellos que resisten la Gran Sombra debe fortalecerse, incluso con hilos de diferentes colores y texturas."

Se despidieron con un profundo y mutuo respeto. El encuentro había sido breve, casi onírico en su irrealidad, pero su impacto fue inmenso. Mientras Seraphina y Rafael volvían a subir al vehículo, ahora con las llantas milagrosamente reparadas, y se alejaban por la carretera hacia el sur, hacia Chiapas, sentían una renovada y feroz convicción. El Unicornio Negro, con su juventud que contradecía su sabiduría ancestral y su poder tranquilo, les había dado más que una simple reparación; les había devuelto una fe crucial en que iban por el camino correcto, por muy peligroso y aterrador que este fuera.

El misterio de quién era realmente este "brujo mayor" joven conocido como el Unicornio Negro, y cuál era su verdadero papel en la guerra cósmica que se desarrollaba, era profundo y fascinante. Pero su aparición había sido como una señal inequívoca, una confirmación de que incluso en los lugares más inesperados y en las formas más extrañas, la magia antigua y los aliados improbables podían surgir para ofrecer una luz vital en la creciente oscuridad. Su viaje hacia Chiapas continuaba, ahora con sus corazones un poco más ligeros y su determinación más acerada que nunca.