Campamento de reclutas, Galia Cisalpina — Semana 6, anochecer
La tierra seguía vibrando con los ecos de los entrenamientos. La fila de pali tenía marcas frescas, astillas en el suelo, y manchas oscuras de sudor y sangre. Los reclutas se retiraban, algunos cojeando, otros en silencio. Sextus caminaba como siempre: sin alardes, sin saber que todos lo miraban distinto.
Desde la sombra del toldo del oficial, Publius Varro, el optio, lo observaba. No con sorpresa. Con cálculo.
Esperó a que Sextus se alejara, luego caminó hacia la tienda del centurión. La entrada estaba abierta. Dentro, Lucius Cassius Scaeva afilaba su gladius sobre una piedra negra. No levantó la vista cuando Varro entró.
—Habla.
—El muchacho del contubernium 4 —dijo Varro—. El flaco. Sextus.
Scaeva seguía afilando. La hoja chirriaba.
—¿Se rinde?
—No. Gana. Cada combate. No con fuerza, con instinto. No pregunta, no presume. Sólo… lo hace.
Scaeva detuvo la piedra. Alzó por fin la mirada. Un ojo tenía una vieja cicatriz en forma de media luna. Nunca sonreía, pero algo se movió en su expresión.
—¿Camina recto?
—Como si lo hiciera desde siempre.
—¿Mira a los ojos?
—Solo cuando le hablan.
—¿Tiene miedo?
Varro dudó.
—Tal vez. Pero lo esconde mejor que otros.
Scaeva se levantó. Se ajustó la túnica, tomó el gladius y caminó hacia la salida.
—Tráemelo mañana al amanecer.
—¿Y qué le diré?
—Nada. Si es soldado, vendrá.Si no lo es, no necesito hablar con él.