Campamento de reclutas, Galia Cisalpina — Semana 9, amanecer
La llamada no fue pública. Varro simplemente apareció al romper el día, como un cuervo que elige a quién molestar.
—Sextus. Conmigo.
No añadió más. Lo condujo por un sendero embarrado, fuera de la formación general. El sol apenas se insinuaba en el horizonte cuando llegaron frente a la tienda de mando.
Scaeva los esperaba fuera. No vestía armadura. Llevaba una capa sencilla, la mirada clavada en el cielo como si leyera el tiempo.
—Hoy no entrenas con tu contubernium —dijo sin girarse.
Sextus se mantuvo firme.
—Tienes ojos rápidos, reflejos firmes y buen instinto con la espada. Pero la legión no se forja con eso.
Se volvió hacia él. El tono no era duro, pero cada palabra pesaba como una orden.
—Quiero que te encargues de un grupo reducido. Cinco reclutas. No de los mejores. Tampoco de los peores. No se trata de ganar, sino de llevarlos del punto A al punto B y hacer que hagan lo que se les ha mandado. Sin gritos. Sin palizas. Sin dejar a nadie atrás.
Sextus tragó saliva.
—¿Qué tarea?
—Una marcha al bosque. Cargar leña. Traerla en buen estado. Dos horas. Sin ayuda. Y sin excusas.
Varro intervino desde el lateral, con su tono seco:
—No es un honor. Es un peso. Si lo haces mal, el castigo será para ti. Si lo haces bien… puede que nadie lo diga en voz alta.
Scaeva añadió:
—Pero yo me enteraré.
Le entregaron una tablilla con los nombres. Sextus los leyó sin reconocer ninguno. Eran de otras tiendas. Lo miraban desde la distancia mientras esperaban instrucciones.
Sextus se volvió hacia Scaeva.
—¿Alguna orden más?
—Sí —dijo el centurión, con los ojos como cuchillas—. Que no olvides lo que eres:todavía un recluta. Pero con voz.Úsala bien. O no la uses nunca más.