Riberas del Arar — Días después del contacto con las avanzadas
El terreno cambió al tercer día de marcha. Los bosques dieron paso a laderas suaves, húmedas, atravesadas por afluentes menores que desembocaban en un cauce mayor.
El río era lento, ancho, de agua lechosa.
—El Arar —dijo Tullius, señalándolo con la barbilla—.Al otro lado, los tigurinos.
Sextus no respondió. Solo miró.Lo que había más allá no era un ejército.Era una nación entera en movimiento.
Carros, cientos.Bestias de carga, ganado, niños sobre mantas.Mujeres arrastrando pertenencias.Guerreros jóvenes flanqueando a los ancianos.Y hombres de mirada dura…observando desde la orilla opuesta.
Los tigurinos, una de las tribus helvecias, aún no habían cruzado.El resto —los helvecios propiamente dichos, los verbigios y los toluosos— ya estaban al otro lado.
El río los dividía.
Y César, al llegar, comprendió que ese río podía ser algo más que una frontera.Podía ser una oportunidad.
Las órdenes llegaron al anochecer.
Scaeva las transmitió sin levantar la voz.
—Mañana, al alba, cruzamos deprisa y golpeamos.Solo a los que no han cruzado.Sin capturar. Sin parlamentar.
Faustus tragó saliva. Veturius no dijo nada.Atticus escupió en el suelo y apretó la empuñadura de su gladius.
Sextus limpió su pilum.No con nerviosismo.Sino como si al fin todo encajara.
Esa noche durmieron cerca del agua.No hubo fogatas.Los caballos fueron preparados sin bridas ruidosas.Los legionarios comieron en silencio, con la mirada clavada en la orilla iluminada por la luna.
Del otro lado, las antorchas helvecias eran muchas.Tantas… que el río parecía reflejar una segunda noche,más vivamás densay más inevitable.