Mientras la sombra de la Guerra Ōnin aún se cernía sobre Japón, y Ashikaga Yoshihisa, imbuido con el peso de un futuro de conflicto y unificación forzosa, tejía sus planes con la paciencia de un tejedor experto en los ámbitos del comercio, la producción de armas y la construcción naval incipiente, una preocupación fundamental, la más básica de todas, resonaba en su mente: la tierra. La agricultura, columna vertebral de la subsistencia de la nación, permanecía anclada en tradiciones ancestrales, en técnicas a menudo ineficientes y en una dependencia de la fertilidad natural del suelo que, a ojos de Yoshihisa, representaba una vulnerabilidad significativa.
Con la misma cautela y discreción que caracterizaban sus otras iniciativas, el joven shogun dirigió su atención hacia la modernización silenciosa de las tierras bajo su control directo. No se trataba de una reforma agraria ostentosa, susceptible de despertar la suspicacia y la resistencia de los poderosos daimyo, sino de una transformación gradual y silenciosa, de establecer en sus propios dominios un modelo de eficiencia agrícola que, con el tiempo, pudiera servir de ejemplo e inspiración para toda la nación.
El primer paso, sutil pero fundamental, fue la mejora de las herramientas que los campesinos utilizaban día tras día para labrar la tierra. Yoshihisa, con recuerdos fragmentados de un futuro donde la metalurgia había revolucionado la agricultura, convocó a los herreros más hábiles que trabajaban bajo la supervisión discreta de Kuki Yoshitaka. No se trataba de una orden directa para producir en masa implementos desconocidos, sino de una serie de consultas silenciosas, de solicitudes de prototipos, de la exploración de posibilidades.
Se experimentó con el diseño de los arados, modificando la forma de la reja para que penetrara más profundamente en el suelo, volteando la tierra de manera más eficiente y facilitando una mejor aireación y retención de la humedad. Se probaron diferentes ángulos y curvaturas, buscando el equilibrio óptimo entre la fuerza necesaria para tirar del arado y la profundidad del surco resultante. Se forjaron hoces y azadas con hojas de acero de una calidad superior a la que los campesinos estaban acostumbrados, utilizando las técnicas de temple mejoradas que Kuki Yoshitaka había comenzado a refinar en secreto. Estas nuevas herramientas no se distribuyeron de forma repentina, sino que se introdujeron gradualmente, ofreciéndose primero a los campesinos más diligentes y abiertos a la experimentación, permitiendo que la evidencia de su mayor eficiencia se difundiera de boca en boca.
Paralelamente a la mejora silenciosa de las herramientas, Yoshihisa comenzó a introducir cambios sutiles en las técnicas de cultivo. Recordando la importancia de preservar la fertilidad del suelo a largo plazo, instruyó a sus administradores de tierras, con Kenzo a la cabeza, para que implementaran un sistema de rotación de cultivos en parcelas designadas. No se trataba de un edicto general, sino de una serie de experimentos controlados, mostrando a los campesinos cómo alternar la siembra de diferentes tipos de cultivos en la misma parcela a lo largo de las estaciones. Se explicaba, de manera sencilla y práctica, cómo ciertos cultivos parecían "cansar" la tierra mientras que otros la "ayudaban a recuperarse." La lenta pero perceptible mejora en el rendimiento de las parcelas donde se practicaba la rotación comenzó a disipar el escepticismo inicial.
La siembra en hileras, otra técnica que Yoshihisa recordaba vagamente como una práctica común en el futuro, se introdujo con similar cautela. En lugar de los campos desordenados donde las semillas se esparcían de manera irregular, se animó a los campesinos a plantar sus cultivos en líneas rectas, facilitando el deshierbe, mejorando la circulación del aire y la luz, y simplificando la tarea de la cosecha. Al principio, algunos lo consideraron una pérdida de espacio, pero la mayor facilidad para trabajar los campos y la eventual mejora en el rendimiento convencieron gradualmente a la mayoría.
Sin embargo, la transformación más significativa, la que Yoshihisa consideraba fundamental para asegurar una productividad sostenida a largo plazo sin recurrir a métodos desconocidos y potencialmente sospechosos, fue la promoción silenciosa y metódica del uso de abonos orgánicos. Consciente de la riqueza que se encontraba en los propios desechos de la tierra y los animales, Yoshihisa instruyó a Kenzo para que organizara la recolección sistemática de residuos de cosechas, hojas caídas y, lo más importante, el estiércol de los animales.
La posesión de animales de labranza y ganado era un símbolo de riqueza y una necesidad para la agricultura. Yoshihisa, bajo la apariencia de fortalecer las capacidades de sus propias tierras, comenzó discretamente la adquisición de un mayor número de animales: bueyes para el arado, caballos para el transporte y, crucialmente, cerdos y aves de corral. La justificación oficial era aumentar la producción de alimentos para la creciente población en sus dominios. Sin embargo, el objetivo secundario, y quizás más importante a largo plazo, era la producción constante y abundante de estiércol.
Se designaron áreas específicas para la creación de grandes pilas de compostaje, donde se mezclaban los residuos vegetales y el estiércol animal. Se enseñó a los campesinos, de manera práctica y demostrativa, la importancia de la descomposición adecuada, cómo voltear las pilas para acelerar el proceso y cómo reconocer el abono maduro, rico en nutrientes para la tierra. No se mencionaron teorías científicas complejas; la enseñanza se basaba en la observación y los resultados visibles: las plantas crecían más fuertes y las cosechas eran más abundantes en las parcelas abonadas con el compost.
La adquisición de animales se llevó a cabo de manera gradual y discreta, comprando pequeños grupos a la vez en mercados locales o intercambiándolos por excedentes de cosechas. La presencia de más animales en las tierras del shogunato pasó casi desapercibida para los daimyo vecinos, quienes estaban más preocupados por sus propias luchas internas y la inestable situación política general.
Kenzo, con su diligencia característica, se convirtió en el principal impulsor de esta revolución silenciosa en los campos. Estableció parcelas de demostración donde los beneficios de las nuevas herramientas, las técnicas de cultivo mejoradas y el uso abundante de abonos orgánicos eran claramente visibles. Organizó reuniones informales con los campesinos, respondiendo pacientemente a sus preguntas, disipando sus dudas y mostrando los resultados tangibles de su arduo trabajo. Kenzo no era un teórico; era un hombre de la tierra, y su entusiasmo genuino por las mejoras era contagioso.
Lentamente, las tierras del shogunato comenzaron a transformarse. Los campos arados con los nuevos implementos mostraban una tierra más suelta y aireada. Las cosechas sembradas en hileras crecían de manera más uniforme y vigorosa. Y las parcelas abonadas con el rico compost orgánico producían rendimientos que superaban con creces las expectativas. La prosperidad, aunque silenciosa y sin alardes, comenzó a florecer en los dominios directos de Ashikaga Yoshihisa, sentando una base económica sólida y sostenible para sus ambiciones a largo plazo.
El shogun visitaba periódicamente sus tierras, cabalgando a través de los campos ahora más ordenados y productivos. Observaba con satisfacción los rostros más esperanzados de los campesinos, la abundancia de las cosechas y la mejora general en la calidad de vida. Esta transformación silenciosa no solo llenaba sus arcas, proporcionándole los recursos necesarios para sus otras empresas discretas, sino que también servía como un poderoso ejemplo silencioso del potencial de la innovación agrícola, una prueba de que el progreso no siempre requería cambios drásticos y ostentosos, sino a menudo una aplicación inteligente y persistente de ideas sencillas y efectivas. En este frente, al igual que en el comercio y la producción de armas, Ashikaga Yoshihisa estaba sembrando las semillas de un futuro más próspero y unificado, un grano a la vez, con la paciencia de un labrador que conoce el valor de una cosecha abundante.
En la quietud de sus aposentos, a menudo iluminados solo por la tenue luz de una lámpara de aceite mientras la corte dormía, Ashikaga Yoshihisa se sumía en profundas reflexiones. Su mente, habituada a navegar las turbulentas aguas de la política y la ambición, también se aventuraba en los fértiles campos del futuro, vislumbrando un Japón transformado por avances que aún dormían en el vientre del tiempo.
Mientras observaba los resultados modestos pero significativos de la introducción de arados de hierro mejorados y el uso metódico de abonos orgánicos en sus propias tierras, una visión más ambiciosa comenzaba a tomar forma en su mente. No se contentaba con las mejoras incrementales; su conocimiento del futuro le susurraba sobre herramientas aún más sofisticadas, sobre la alquimia silenciosa de abonos que trascendían la simple materia orgánica.
Su pensamiento se detenía en la imagen fugaz de máquinas complejas tiradas por animales, arando extensiones de tierra mucho más vastas en menos tiempo. Aunque la mecánica detallada de tales invenciones permanecía velada en su memoria, la idea de una mayor eficiencia, de liberar la fuerza humana para tareas más complejas, se grababa en su conciencia. Imaginaba arados con múltiples rejas, cortando surcos paralelos con una precisión asombrosa, sembradoras que depositaban las semillas de manera uniforme y a la profundidad óptima, cosechadoras que aliviaban la laboriosa tarea de la recolección.
Sabía que la metalurgia de su tiempo aún no poseía la precisión ni la resistencia necesarias para construir tales máquinas complejas. Sin embargo, esto no lo disuadía, sino que alimentaba una línea de investigación silenciosa en la mente de Kuki Yoshitaka. En encargos velados, bajo la apariencia de mejorar las armas, Yoshihisa alentaba al herrero a experimentar con aleaciones más ligeras y resistentes, con la creación de piezas móviles más precisas. La semilla de la mecanización agrícola se plantaba en secreto en el taller del astillero, un proyecto a largo plazo cuyo fruto maduraría en generaciones futuras.
En cuanto a los abonos, la simple mezcla de estiércol y residuos vegetales, aunque efectiva, le parecía rudimentaria en comparación con el potencial que intuía. Recordaba vagamente la existencia de sustancias que, añadidas al suelo en pequeñas cantidades, podían multiplicar la fertilidad de manera asombrosa. Aunque los nombres y las fórmulas químicas permanecían esquivos, la idea de una "nutrición concentrada" para la tierra persistía.
Yoshihisa comenzaba a observar con renovado interés los depósitos minerales que se encontraban en sus tierras. Encargaba a eruditos y alquimistas discretos el análisis de diferentes tipos de suelo y rocas, buscando pistas, indicios de sustancias que pudieran tener un efecto beneficioso en el crecimiento de las plantas. No se trataba de una búsqueda abierta y declarada, sino de investigaciones silenciosas, financiadas con fondos personales, bajo la apariencia de estudios geológicos o de la búsqueda de metales preciosos.
Imaginaba un futuro donde los campos no solo se nutrían de la descomposición orgánica, sino de compuestos cuidadosamente equilibrados, diseñados para satisfacer las necesidades específicas de cada tipo de cultivo. Soñaba con suelos que, tratados con estas sustancias, produjeran cosechas abundantes incluso en tierras marginales.
Este escenario futuro, aunque lejano, comenzaba a influir en sus decisiones presentes. La mejora de las herramientas agrícolas actuales no era solo un fin en sí mismo, sino un paso necesario para allanar el camino hacia una mecanización más avanzada. La promoción del compostaje era una etapa inicial en la comprensión de la nutrición del suelo, un preludio a la alquimia más sofisticada de los abonos minerales.
Yoshihisa entendía que la implementación de estas ideas futuras requeriría tiempo, experimentación y, sobre todo, secreto. Revelar tales conceptos avanzados en el presente solo generaría incomprensión y desconfianza. Su estrategia era sembrar las semillas silenciosamente, preparar el terreno gradualmente, para que las generaciones futuras pudieran cosechar los frutos de su visión.
En sus momentos de contemplación, visualizaba un Japón donde la abundancia de alimentos liberaría a la población de la constante lucha por la subsistencia, permitiendo el florecimiento de las artes, las ciencias y el comercio. Una nación donde la tierra, cultivada con inteligencia y cuidado, se convertiría en una fuente inagotable de riqueza y estabilidad. Este era el futuro que Ashikaga Yoshihisa, en la soledad de sus pensamientos, comenzaba a construir ladrillo a ladrillo, surco a surco, en la silenciosa espera del tiempo.