-Yoshihisa pensó los sucesos transcurridos hasta el momento como el quinto y sexto año de la era Bunmei, 1471 y 1472 respectivamente, se inscribieron en los anales de Japón no con la promesa de una floreciente cultura, como el propio nombre de la era sugería ("Iluminación Civil"), sino con la persistente sombra de la Guerra Ōnin, un conflicto fratricida que había desmembrado el tejido de la autoridad central y sembrado las semillas de una anarquía aún mayor. La partida del clan Ōuchi de Kioto, si bien había silenciado temporalmente el estruendo de las batallas en la capital, no había traído consigo la anhelada paz. En su lugar, había dejado un vacío de poder, un erial político donde la desconfianza florecía más exuberantemente que cualquier intento de reconciliación.
Ashikaga Yoshihisa, un niño de seis y siete años durante estos tiempos convulsos, era una figura paradójica: el heredero designado del shogunato, pero a la vez una marioneta en manos de un consejo de ancianos y de los poderosos daimyo que se movían a su alrededor como depredadores al acecho. Su padre, el octavo shogun Ashikaga Yoshimasa, un hombre cuyo espíritu se sentía más cómodo entre la delicadeza de las pinceladas y la contemplación estética del Pabellón de Plata que en el lodazal de la política, se retiraba cada vez más a su mundo de arte y arquitectura, dejando las riendas del gobierno languidecer en manos menos capaces y más interesadas. Esta abdicación tácita de responsabilidad creaba un vacío de liderazgo que las facciones rivales, como en una danza macabra, se apresuraban a llenar, cada paso calculado para obtener una mayor porción de influencia.
El consejo shogunal, el cuerpo de consejeros que nominalmente guiaba los destinos de la nación en nombre del joven heredero, era en realidad un microcosmos de las tensiones que desgarraban el país. Figuras como el astuto Hosokawa Masamoto, con su mirada penetrante y su red de alianzas en constante cambio, y el taimado Ise Sadamune, cuyo ingenio cortesano a menudo servía a intereses puramente personales, tejían y desteñían intrigas con la habilidad de arañas en una tela polvorienta. Las lealtades eran maleables, las promesas, efímeras. Cada decisión, cada debate, se teñía de la búsqueda de poder clánico, de la necesidad de proteger territorios e intereses en un entorno cada vez más hostil. La autoridad central del shogunato, ya erosionada por décadas de gobierno inepto y la traumática experiencia de la Guerra Ōnin, se encontraba en una lucha desesperada por imponer su voluntad a los daimyo provinciales. Estos señores de la guerra, en sus feudos distantes, actuaban con una autonomía creciente, recaudando impuestos a su antojo, administrando justicia según sus propios designios y, en no pocos casos, desatando sus propias guerras privadas para expandir sus dominios o resolver viejas rencillas.
El comercio, la savia que nutría la vida de la nación, se encontraba peligrosamente fragmentado. Las rutas terrestres, antaño relativamente seguras, se habían convertido en caminos peligrosos, infestados de bandidos y salpicados por las escaramuzas entre clanes rivales. El flujo de mercancías hacia Kioto, la capital que aún conservaba su prestigio cultural pero perdía rápidamente su poder político, era irregular y costoso, encareciendo los productos básicos y afectando el bienestar de sus habitantes. Los puertos, como el bullicioso Sakai, continuaban siendo vitales centros de intercambio, donde las mercancías llegaban y partían por vía marítima, pero su prosperidad dependía cada vez más de la benevolencia o la rapacidad de los daimyo que ejercían su control sobre ellos. El shogunato, desprovisto de una autoridad marítima significativa, solo podía observar impotente cómo la riqueza generada por el comercio enriquecía a sus vasallos más poderosos, fortaleciendo aún más su independencia.
En las provincias, el panorama era un mosaico de caos y ambición descontrolada. La Guerra Ōnin no solo había exacerbado las rivalidades preexistentes entre los clanes, sino que también había actuado como un caldo de cultivo para el surgimiento de nuevos actores, señores de la guerra advenedizos con una sed insaciable de poder. Los shugo, los gobernadores provinciales designados por el shogunato, a menudo se habían convertido en figuras hereditarias, desafiando abiertamente la autoridad central y actuando como señores feudales de facto. En algunas regiones, como la volátil provincia de Yamashiro, la situación había degenerado en una lucha tripartita entre los clanes Hatakeyama, Shiba y los cada vez más poderosos campesinos y jizamurai organizados en ligas autónomas, hartos de la opresión feudal y decididos a defender sus propios intereses. Estas ligas, nacidas de la desesperación y la necesidad de autoprotección, representaban una nueva y preocupante amenaza para el orden establecido, socavando aún más la autoridad de los daimyo y del propio shogunato.
El poder de las sectas budistas, en particular la fervorosa y militante Ikkō-ikki, continuaba su inexorable ascenso, especialmente en las provincias del norte. Estas comunidades religiosas armadas, unidas por una fe fanática y una profunda aversión hacia la autoridad feudal, desafiaban abiertamente el dominio de los daimyo, estableciendo sus propias formas de gobierno teocrático y expandiendo su influencia a través de la predicación y, cuando era necesario, por la fuerza de las armas. En 1471, el nombramiento de Asakura Toshikage como shugo de la estratégica provincia de Echizen no fue un simple cambio de gobernador; marcó el ascenso de un nuevo poder regional, un clan que consolidaría su dominio en el norte y contribuiría aún más a la fragmentación del país.
En 1472, el panorama general de Japón no había experimentado una mejora significativa. La paz seguía siendo una quimera esquiva, y las profundas heridas infligidas por la Guerra Ōnin supuraban con la pus de la desconfianza y la ambición sin control. Las semillas de la futura era Sengoku, la sangrienta centuria de los estados en guerra, ya habían echado raíces profundas en el suelo fértil de la anarquía. El consejo shogunal continuaba enfrascado en sus interminables disputas internas, consumiendo valiosos recursos y energía en luchas mezquinas por migajas de poder. Los daimyo, en sus fortalezas provinciales, consolidaban sus dominios, actuando cada vez más como monarcas independientes, forjando alianzas y librando guerras según sus propios caprichos. El comercio, aunque esencial para la supervivencia, seguía siendo un juego de azar, sujeto a las fluctuaciones de la política local y la omnipresente amenaza de la inseguridad.
En este crisol de incertidumbre y creciente caos, las discretas iniciativas de Ashikaga Yoshihisa, aún envueltas en un velo de secreto y desconocidas para la gran mayoría, representaban un contrapunto deliberado a la inacción y la miopía que parecían paralizar el liderazgo de su padre y el consejo shogunal. Su enfoque silencioso en el fortalecimiento de la base económica y militar del shogunato, en la creación de centros de poder leales y en la siembra paciente de las semillas de la innovación agrícola, eran una desviación radical de las estrategias fallidas del pasado.
Mientras el país se deslizaba inexorablemente hacia una era de conflicto generalizado, el joven Yoshihisa, observando el turbio panorama desde la relativa oscuridad de su infancia tardía, comenzaba a comprender una verdad fundamental: la supervivencia y el eventual restablecimiento de la autoridad del shogunato no se lograrían repitiendo los errores del pasado, aferrándose a un sistema feudal en desintegración. El camino hacia la unidad y la estabilidad yacía en la forja de un nuevo orden, un camino pavimentado con la discreción, la innovación audaz y una visión clara de un futuro que solo él, con el peso de su conocimiento anticipado, podía vislumbrar en la oscuridad del presente. El Japón de 1471 y 1472 era un terreno fértil para la siembra de las semillas de un nuevo destino, aunque pocos en ese momento pudieran percibir el silencioso y constante trabajo que ya había comenzado a transformar los cimientos del futuro.