.Prólogo

El lugar no tenía nombre.

Una colina olvidada, con hierba alta mecida por el viento, raíces expuestas y piedras viejas que nadie se preocupaba por mover. Allí, solitaria, se alzaba una tumba sin cuerpo.

La lápida estaba ligeramente torcida, como si el tiempo se hubiera rendido a mitad del trabajo. Al centro, una reliquia polvorienta descansaba incrustada en la roca: símbolo de un pasado que muy pocos recordaban, y que ninguno se atrevía a mencionar.

Frente a ella, de pie como cada tarde, estaba él.

No hablaba. No se movía demasiado. Solo observaba el horizonte y escuchaba el viento, como si esperara una respuesta que nunca llegaba.

—¡Señor raro!

La voz lo sacó del silencio, y no pudo evitar sonreír, apenas.

Una niña de unos siete años subía por la colina. Su vestido estaba limpio, casi nuevo. Usaba zapatos sin una sola mancha de barro y el cabello dorado caía perfectamente peinado. Detrás de ella se balanceaba una cola gruesa, cubierta de escamas negras y bien cuidadas, tan larga que rozaba el suelo con cada paso.

Arrastraba con esfuerzo una caja de herramientas y una mesa desarmada.

—¡Traje algunas cosas de papá! —anunció con orgullo, y sin pedir permiso colocó todo cerca de la tumba.

Él no dijo nada. Solo observó cómo abría la caja con manos torpes, sacaba piezas que apenas podía alzar y las ponía sobre la mesa. Con cuidado y una expresión muy seria, comenzó a construir algo indefinido. Una especie de molino. O tal vez una carreta. O ambas cosas al mismo tiempo.

Se sentó junto a ella, en silencio. No porque no tuviera qué decir, sino porque las palabras a veces sólo estorban.

—¿Esta cuál es? —preguntó la niña, alzando una herramienta oxidada.

—Esa es una llave. Pero no te servirá. Busca la más pequeña, esa que parece una L —dijo, con voz baja.

Ella obedeció, concentrada, y volvió a su tarea con una sonrisa.

Él la miraba sin prisa, con esa calma que sólo tienen los que ya no esperan nada.

Su mano, casi sin pensar, se alzó y le acarició el cabello con una suavidad que no sabía que aún poseía.

Ella levantó la vista y le devolvió la sonrisa. Era brillante, pura, sin peso.

Y él, apenas murmurando, como si hablara consigo mismo, dijo:

—Me alegra… que tú sí hayas tenido todo esto.

La niña no entendió, ni era necesario. Siguió jugando.

Y él la miró como un abuelo mira a su nieta.

No con tristeza. No con rencor. Solo con la ternura de quien, por fin, puede dejar ir.