Capítulo 1: Contacto con el horizonte – Parte I

El silencio ya no le molestaba.

Había dejado de contar los días. También los gritos. Ni siquiera las ratas que se deslizaban entre las sombras de su celda lograban llamar su atención. Sobrevivir se había convertido en un acto reflejo. Como respirar.

Las paredes estaban cubiertas de marcas talladas por manos anteriores. Algunas tan bajas que solo un niño podría haberlas hecho. Mark pasó los dedos por una de ellas mientras, con la otra mano, rascaba sin darse cuenta las cicatrices de su espalda. No sabía si ese gesto le ofrecía consuelo… o solo le recordaba que estaba solo.

Entonces lo sintió.

[Levántate]

No fue un sonido. Fue una presión fría, concentrada en la nuca. No había nadie detrás, y aun así se incorporó sin pensarlo. Ya estaba de pie cuando se dio cuenta de que lo había hecho.

La puerta estaba abierta.

No preguntó por qué. Preguntar era tener esperanza. Y hacía tiempo que se le había agotado.

[Corre]

Dudó. ¿Era una alucinación? ¿Hambre? ¿Fatiga? Corrió igual. No porque confiara en esa voz, sino porque quedarse quieto parecía más peligroso que avanzar.

El pasillo se abría en penumbra. Las sombras temblaban, agitadas por un viento que llegaba desde algún lugar desconocido.

Y entonces, el suelo vibró.

No fue un temblor, exactamente. Más bien un zumbido grave, que subía desde lo profundo, como si algo enorme se moviera bajo la tierra.

Mark se detuvo un instante. Contuvo el aliento, los hombros tensos, los pies pegados a la piedra.

Otra vibración. Más fuerte. El techo crujió. Una piedra cayó con un chasquido seco, y un grano de polvo le rozó el ojo.

No entendía qué estaba ocurriendo. Pero lo sentía con claridad: ese lugar ya no era estable.

Siguió corriendo.

Los guardias yacían en el suelo. No sangraban. No respiraban. Como muñecos abandonados, como si el tiempo los hubiese detenido.

No se acercó. No miró sus rostros. Simplemente los esquivó, como lo haría con piedras en el camino. Por costumbre. Por miedo a romper una regla que nadie le había dicho, pero que llevaba grabada en los huesos.

[Dobla a la derecha]

No lo escuchó. Lo sintió. Una presión en el pecho, una urgencia que no venía de fuera, sino de algún rincón en su interior.

Giró.

Sintió la mandíbula tensa, la cabeza pesada. Solo entonces notó que tenía los dientes apretados.

La pierna izquierda apenas respondía. Cada paso era una punzada que le cruzaba el muslo. No recordaba cuándo se había herido. Ni cuánto tiempo llevaba cojeando. Pero sabía que el dolor no venía de ahora. Venía de antes. De mucho antes.

La galería terminó en una muralla de piedra.

No había puertas. No había escaleras. Solo el corte seco de un muro… y más allá, un acantilado.

El viento lo golpeó de frente. Le arañó el rostro con olor a metal caliente, a hierro oxidado, a humo viejo.

No era el olor de la libertad. Ni del campo abierto.

Era el rastro de algo que había ardido allá lejos… y que aún no se apagaba del todo.

[Salta]

Se detuvo.

¿Estaba soñando?

Miró sus manos. Estaban sucias, cubiertas de costras secas. Le temblaban los dedos. No recordaba cuándo fue la última vez que vio el sol.

Algo le apretó el pecho. No era miedo. Tampoco dolor. Era un recuerdo sin forma. Un llanto apagado, que no encontraba salida.

Parpadeó. La imagen se borró.

[Salta]

El frío bajó por su espalda, como un hilo de hielo. Se le metió entre los omóplatos, se coló en los huesos.

Dio un paso atrás.

—¿Qué eres? —susurró. Su voz sonó extraña. Ni siquiera él la reconoció.

[Salta]

Se abrazó. No sirvió. El frío seguía ahí, en su pecho, como si lo sostuviera desde dentro.

Respiró hondo.

Y saltó.

No por impulso. No por fe.

Saltó porque ya no había otra opción que le pareciera más real.

El viento le mordió la cara. Le secó los ojos. No llegó a ver el fondo.

Algo le rozó los dedos. Suave. Tibio. No supo qué era.

Escuchó una voz. Un susurro. Le pareció que venía de muy lejos, o de muy dentro.

Y entonces lo entendió.

No volaba.

No caía.

Solo… llegó.